Siempre he pensado que el cura de Belle époque, don Luis, tenía mucho de Augusto Pérez, el protagonista de Niebla. Ese existencialismo socarrón que le lleva a cuestionarse constantemente su lugar en el mundo, unido a su obsesión con don Miguel, como él le llama, creo que delatan a Azcona, que rindió un tributo velado a Unamuno apoyándose en la mano de Agustín González; un actor que lo mismo te hacía de tragaldabas catolicón, que de domador de gallinas. La diferencia entre don Luis y Augusto estriba en lo diferente de sus apetitos, mientras que el personaje de la nivola vive obnubilado por el amor de Eugenia Domingo, el de la peli de Trueba es un devoto de las comidas de Fernandito.
Don Rafael —que así es como llamo yo a Azcona desde que escuché a Guillermo Arriaga hablar de él en el Hotel Jorge Juan— jugó con el personaje a su antojo, creando un sacerdote más humano que divino. Sus aparentes contradicciones, marcadas por un sorprendente republicanismo, le convierten en una de las atracciones del parque temático que rodea a Manolo. Su presencia en casa de la Apolonia al principio de la película lo sitúa ya dentro del ámbito de lo prohibido, pintando así un religioso jugador que no duda en marcharse con las ganancias a mitad de la partida de “subastao” para dar una extremaunción. Es entonces cuando Juanito le reprocha su presencia en una casa de lenocinio, a lo que él responde con una gracia propia de sí: “Sí señor, precisamente, aquí donde se peca, aquí está mi puesto, a pie de obra”.
Don Luis es un cura que estriba entre lo anticatólico y lo avant-garde, que desafía las propias normas del catecismo. Es por eso que acaba como acaba, colgado de una viga de su Iglesia con El sentimiento trágico de la vida (otra vez don Miguel) en la mano. Este final, que no puede ser otro dado el carácter existencialista y unamuniano del religioso, cierra el círculo de su conexión con la nivola. Así, es en ambas que Unamuno se perfila como una suerte de Dios que decide el destino de los dos. En Niebla lo hace convirtiéndose en personaje de su propia obra y dialogando con Augusto Pérez sobre su misma muerte. En Belle époque mediante la intercesión tardía de Azcona, que lo introduce en la película como una fuerza invisible que acaba induciendo el suicidio del cura. En ambas, dejando clara una cosa, que nadie puede escapar a los designios de su creador.
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