Nos conocimos hace ya algunos años, tantos que yo acaba de
nacer. Por aquel entonces él ya rondaba los 60 y llevaba alrededor de 45 años
pegado a un inseparable bigote que, según decía, sólo se había quitado dos
veces: una por perder una apuesta y otra por llegar borracho a casa, donde mi
abuela le esperaba con unas tijeras. Para cuando se casó a los veintipocos, ya
había sobrevivido a una guerra en la que le separaron de todos sus hermanos
(que eran muchos) y le llevaron a Bellús, lugar al que volvió el verano pasado
para comprobar que lo que entonces fue su casa, ahora era un balneario.
Hace casi 30 años que vivía con medio corazón, y le daba igual,
porque aun teniendo sólo una mitad, su latido era mucho más potente que el de
la mayoría. Cerrajero de profesión, conocía a la perfección lo que significaba
la palabra soldadura, y de ahí que tratase de mantener vivo el vínculo entre
las diferentes partes de la familia que formó. Era un hombre de honor, de esos
que dan su palabra y la mantienen incluso cuando las circunstancias no
acompañan. Supongo que no era perfecto, porque ninguno lo somos, pero jamás
tuvo un pero conmigo. “Toma, para que te tomes un café” me decía siempre que me
despedía de él mientras me metía 50 euros en el bolsillo.
En los últimos tiempos pasamos muchas horas juntos. Durante
el verano pasado le llevaba y traía a todas partes, conduciendo yo su coche;
honor del que por otra parte no gozaba casi nadie, pues sólo nos lo dejaba a unos pocos. Algunas mañanas, mientras regresábamos a casa de la compra,
fantaseábamos con pasar por encima de una rotonda baja sobre la que alguien
había dejado las huellas de las ruedas marcadas. Esa broma, que era tan
nuestra, me la seguía haciendo incluso cuando me llamaba por Facetime de vez en
cuando. Con 87 años, a once días se ha quedado de cumplir 88, tenía un iPhone
6. Los límites no existieron jamás para él, y desde hoy ya no existirán nunca,
claro.
Sibarita hasta decir basta, gruñía la última vez que le vi
en persona porque decía que la dorada tenía mucha carne, que él prefería la
lubina. Aquella noche, que fue la última que pasó fuera del hospital, quedamos
en que a mi regreso iríamos a celebrar su recuperación con unas gambas al lugar
que más le gustaba, sitio en el que por cierto nunca he comido sin él. Hace
cuatro días hablamos por última vez viéndonos la cara, antes de que todo se
torciera de manera ya definitiva. Conservaba su sentido del humor intacto, y le
volví a recordar nuestra cita sin saber, claro, que tendría que ser ésta un
último homenaje a su recuerdo.
Anoche se apagó del todo aquel que durante tantas horas en
el coche fue mi copiloto, confidente y amigo, quien primero fue mi abuelo y
luego mi padrino, y más tarde, y además, mi vecino del tercero. Y a mí, que
estoy tan lejos hoy de él, lo único que me preocupa es que alguien le recorte
por última vez ese bigote.