3 abr 2017

Elegía. O casi.

Nos conocimos hace ya algunos años, tantos que yo acaba de nacer. Por aquel entonces él ya rondaba los 60 y llevaba alrededor de 45 años pegado a un inseparable bigote que, según decía, sólo se había quitado dos veces: una por perder una apuesta y otra por llegar borracho a casa, donde mi abuela le esperaba con unas tijeras. Para cuando se casó a los veintipocos, ya había sobrevivido a una guerra en la que le separaron de todos sus hermanos (que eran muchos) y le llevaron a Bellús, lugar al que volvió el verano pasado para comprobar que lo que entonces fue su casa, ahora era un balneario.

Hace casi 30 años que vivía con medio corazón, y le daba igual, porque aun teniendo sólo una mitad, su latido era mucho más potente que el de la mayoría. Cerrajero de profesión, conocía a la perfección lo que significaba la palabra soldadura, y de ahí que tratase de mantener vivo el vínculo entre las diferentes partes de la familia que formó. Era un hombre de honor, de esos que dan su palabra y la mantienen incluso cuando las circunstancias no acompañan. Supongo que no era perfecto, porque ninguno lo somos, pero jamás tuvo un pero conmigo. “Toma, para que te tomes un café” me decía siempre que me despedía de él mientras me metía 50 euros en el bolsillo.

En los últimos tiempos pasamos muchas horas juntos. Durante el verano pasado le llevaba y traía a todas partes, conduciendo yo su coche; honor del que por otra parte no gozaba casi nadie, pues sólo nos lo dejaba a unos pocos. Algunas mañanas, mientras regresábamos a casa de la compra, fantaseábamos con pasar por encima de una rotonda baja sobre la que alguien había dejado las huellas de las ruedas marcadas. Esa broma, que era tan nuestra, me la seguía haciendo incluso cuando me llamaba por Facetime de vez en cuando. Con 87 años, a once días se ha quedado de cumplir 88, tenía un iPhone 6. Los límites no existieron jamás para él, y desde hoy ya no existirán nunca, claro.

Sibarita hasta decir basta, gruñía la última vez que le vi en persona porque decía que la dorada tenía mucha carne, que él prefería la lubina. Aquella noche, que fue la última que pasó fuera del hospital, quedamos en que a mi regreso iríamos a celebrar su recuperación con unas gambas al lugar que más le gustaba, sitio en el que por cierto nunca he comido sin él. Hace cuatro días hablamos por última vez viéndonos la cara, antes de que todo se torciera de manera ya definitiva. Conservaba su sentido del humor intacto, y le volví a recordar nuestra cita sin saber, claro, que tendría que ser ésta un último homenaje a su recuerdo.


Anoche se apagó del todo aquel que durante tantas horas en el coche fue mi copiloto, confidente y amigo, quien primero fue mi abuelo y luego mi padrino, y más tarde, y además, mi vecino del tercero. Y a mí, que estoy tan lejos hoy de él, lo único que me preocupa es que alguien le recorte por última vez ese bigote.