10 ago 2013

Sobre vivir y beber. Y viceversa.



Hace tiempo en este blog, hablaba sobre muros y optimistas, y de cómo habiendo una cierta incertidumbre en el desenlace de una decisión, a veces decidíamos arriesgarnos e intentarlo, aun a riesgo de que el golpe posterior dejara cicatrices. Hoy sin embargo, me planteo por qué aun sabiendo de antemano que algo no tendrá buenas consecuencias decidimos hacerlo. Y claro, me salta una alarma con el ejemplo paradigmático: la resaca.

Es matemático: si bebes mucho esta noche, mañana tendrás resaca. Por bueno que sea el alcohol y por alto que sea tu nivel de tolerancia al mismo.

La resaca no es más que una metáfora de determinadas situaciones de la vida. Tomar la decisión de llevar a cabo algo (beber), aun sabiendo que lo que vendrá después no será agradable (dolor de cabeza, por ejemplo). Y yo me pregunto, si sabemos que las consecuencias no serán para nada interesantes, ¿por qué a veces bebemos? (¿vivimos?). 

Pues supongo que porque a veces,  beber (vivir) -al igual que sentirse vivo-  es algo tan placentero y tan divertido, que merece la pena cometer un exceso. En otras palabras, que hay borracheras que merece la pena cogerse, por muy dura que sea la resaca al día siguiente. Actos que compensan ser llevados a cabo, aun sabiendo que sus consecuencias serán nefastas.

En esos actos, al igual que en una gran borrachera, no existe la posibilidad de que la reacción que se desencadene tras la decisión de beber (vivir) sea positiva: habrá resaca sí o sí (habrá consecuencias desagradables sí o sí).

Al igual que no hablo de beber en un sentido vital, es decir, para sobrevivir, hablo de vivir, no en un sentido biológico. No hablo de respirar. Hablo de Vivir, con mayúsculas. De saborear la vida.

Ahora bien, ¿cómo sabemos de antemano qué borracheras valdrán la pena? (¿de qué vivencia merecerá la pena soportar las consecuencias?). Es sencillo, simplemente no lo podemos saber. Podemos tener una intuición -un feeling que dirían los modernos-, pero no podemos predecir el futuro. 

Sin embargo sabemos cosas. Sabemos que a veces los buenos ratos, el efímero placer que supone emborracharse (si es que se puede considerar un placer), compensa con creces la resaca futura. Sabemos que vivir, y tomar decisiones cuyas consecuencias serán incómodas en el futuro, a veces merece la pena aun sabiendo que ese sentimiento desagradable se alargará más que la sensación de placer.

Vivir (beber) es eso. Es lanzarse al vacío sabiendo que el golpe será inevitable tarde o temprano, simplemente porque te apetece notar el viento en la cara mientras caes. Porque te compensa la sensación que te produce el roce del aire sobre la piel. 

Y beber (vivir), también es eso. Es descorchar una buena botella de vino con amigos una noche y beberte hasta los posos sin dudarlo, aun sabiendo seguro que mañana te arrepentirás de haber abierto otra botella. Porque ese rato no volverá.

Y todo esto que os cuento viene a que hoy es 10 de agosto de 2013, y estoy en la cama intentando pasar esta resaca de la manera más digna posible, y esperando a que lleguen las doce para salir otra vez a emborracharme. Porque he asumido que mañana tendré resaca, y quién sabe, quizás cuando acabe el día me mire al espejo y piense: “pues ha merecido la pena”.

3 ago 2013

Lo que me gusta de la vida.



El cielo tiene forma de piernas de mujer. De noche estrellada. De puesta de sol en la cala más recóndita de una isla perdida en el Mediterráneo. De cometa que vuela sin rumbo en mitad de un vendaval. De beso robado a las 3 de la mañana. De billete de avión y reserva de hotel.

El cielo es una noche con amigos cerrando el bar de siempre mientras la camarera nos sonríe. Es coger el coche sin rumbo, y perderte por carreteras secundarias bien acompañado; sabiendo que tu copiloto no te guardará rencor. Porque perderse es la excusa para pasar más tiempo juntos. Para no separaros.

El cielo sabe a pizza cuatro quesos. A sushi. A Albariño. A salsa rosa (de la mía, claro, con coñac y zumo de naranja). Sabe a tortilla de patatas, con cebolla, claro. A pan de leña. A salmón marinado. A naranjas recién exprimidas. Y a jamón ibérico. Sabe a sobremesa bien acompañado, con buenos licores. Y humo. Porque una sobremesa es mejor con humo.

El cielo es una mujer risueña y con tacones. Y un “¿quedamos mañana para tomar una copa?”. Es un instante en el que se para el tiempo. Un aliento de vida a las 6 de la mañana mientras la dejas en la puerta de su casa. O cogiendo un taxi en la Gran Vía. Es una mirada indiscreta mientras ladea la cabeza para tocarse el pelo, coqueta.

El cielo huele a sal, y a mar. A jazmín en Sevilla, y a pólvora en Valencia. A lo que huela su cuello esa noche, aunque tardes más de dos horas en acercarte a comprobarlo. Huele a sarmiento, a barbacoa. Con amigos, claro. Porque la vida es mejor con amigos. Y a sorbete de limón después de una comida. Huele a libertad, pero no a una libertad cualquiera, sino a una libertad bien interpretada. Carente de horarios.

El cielo es un cine de verano. Y un paseo por la arena, aunque no te guste la arena. Es una canción inoportuna que suena en mitad de un momento de desvelo. Una cerveza y un perrito caliente en La Virgen. Bien acompañado, claro. Es la sensación de tu cara recién afeitada contra la almohada después de un día largo. Una mañana dando bolazos sin rumbo con el hierro 7. A liberar tensión. A lo que salga.

El cielo suena a guitarra española bien tocada. Al ruido de los dedos rozando los trastes para cambiar de nota. A silencio cuando se necesita silencio. A ruido cuando no soportas el silencio, porque te abruma. Porque te mata. Porque necesitas ruido. Suena a una canción nueva que desconocías y que escuchas hasta que aborreces preguntándote “¿cómo he podido vivir tanto tiempo sin oírla?”.

El cielo es sentarte en la terraza con una copa a leer un buen libro con ningún ruido más que el que producen las olas al romper en la orilla. Es tener la sensación cuando te acuestas de que ha sido un buen día. Y aun así, tener la esperanza de que mañana será mejor. Es un email de esos que te acelera el corazón. Es ser capaz de hacer felices a los demás. Aunque esto último no siempre sea fácil.

El cielo tiene forma, es, sabe, suena y huele a todo eso y mucho más. Y donde digo cielo, podéis leer “lo que me gusta de la vida”.