Hace tiempo en este blog, hablaba sobre muros y optimistas, y de cómo habiendo una cierta
incertidumbre en el desenlace de una decisión, a veces decidíamos arriesgarnos
e intentarlo, aun a riesgo de que el golpe posterior dejara cicatrices. Hoy
sin embargo, me planteo por qué aun sabiendo de antemano que algo no tendrá
buenas consecuencias decidimos hacerlo. Y claro, me salta una alarma con el
ejemplo paradigmático: la resaca.
Es matemático: si bebes mucho esta noche, mañana tendrás resaca. Por bueno que sea el alcohol y por alto que sea tu nivel de tolerancia al mismo.
La resaca no es más que una metáfora de determinadas situaciones de la vida. Tomar la decisión de llevar a cabo algo (beber), aun sabiendo que lo que vendrá después no será agradable (dolor de cabeza, por ejemplo). Y yo me pregunto, si sabemos que las consecuencias no serán para nada interesantes, ¿por qué a veces bebemos? (¿vivimos?).
La resaca no es más que una metáfora de determinadas situaciones de la vida. Tomar la decisión de llevar a cabo algo (beber), aun sabiendo que lo que vendrá después no será agradable (dolor de cabeza, por ejemplo). Y yo me pregunto, si sabemos que las consecuencias no serán para nada interesantes, ¿por qué a veces bebemos? (¿vivimos?).
Pues supongo que porque a veces, beber (vivir) -al igual que sentirse vivo- es algo tan placentero y tan divertido, que merece
la pena cometer un exceso. En otras palabras, que hay borracheras que merece la
pena cogerse, por muy dura que sea la resaca al día siguiente. Actos que compensan ser
llevados a cabo, aun sabiendo que sus consecuencias serán nefastas.
En esos actos, al igual que en una gran
borrachera, no existe la posibilidad de que la reacción que se desencadene tras
la decisión de beber (vivir) sea positiva: habrá resaca sí o sí (habrá consecuencias
desagradables sí o sí).
Al igual que no hablo de beber en un sentido vital, es
decir, para sobrevivir, hablo de vivir, no en un sentido biológico. No hablo de
respirar. Hablo de Vivir, con mayúsculas. De saborear la vida.
Ahora bien, ¿cómo sabemos de antemano qué borracheras
valdrán la pena? (¿de qué vivencia merecerá la pena soportar las
consecuencias?). Es sencillo, simplemente no lo podemos saber. Podemos tener
una intuición -un feeling que dirían
los modernos-, pero no podemos predecir el futuro.
Sin embargo sabemos cosas. Sabemos que a veces los buenos
ratos, el efímero placer que supone emborracharse (si es que se puede
considerar un placer), compensa con creces la resaca futura. Sabemos que vivir,
y tomar decisiones cuyas consecuencias serán incómodas en el futuro, a veces
merece la pena aun sabiendo que ese sentimiento desagradable se alargará más que la sensación de
placer.
Vivir (beber) es eso. Es lanzarse al vacío sabiendo que el
golpe será inevitable tarde o temprano, simplemente porque te apetece notar el
viento en la cara mientras caes. Porque te compensa la sensación que te produce
el roce del aire sobre la piel.
Y beber (vivir), también es eso. Es descorchar una buena
botella de vino con amigos una noche y beberte hasta los posos sin dudarlo, aun
sabiendo seguro que mañana te arrepentirás de haber abierto otra botella. Porque
ese rato no volverá.
Y todo esto que os cuento viene a que hoy es 10 de agosto de 2013, y estoy
en la cama intentando pasar esta resaca de la manera más digna posible, y
esperando a que lleguen las doce para salir otra vez a emborracharme. Porque he
asumido que mañana tendré resaca, y quién sabe, quizás cuando acabe el día me
mire al espejo y piense: “pues ha merecido la pena”.