22 ene 2020

El día que conocí a Lady Gaga.


Yo nunca he sido mitómano, creo. O al menos no de esos que se echan a llorar y les tiemblan las rodillas si se encuentran a Mick Jagger por la calle. Si me cruzo con alguien al que admiro es más posible que deje de respirar por no molestar que que me acerque a saludar. No tanto por vergüenza como por respeto. Siempre he pensado que si yo fuera famosono llegará el díame gustaría poder caminar por la calle sin que algún groopie desaprensivo me asaltara de forma inoportuna y me pidiera una foto; o un beso en los morros, que con este atractivo que dan las canas uno nunca sabe.
Sin embargo, como casi todo lo demás en mi vida, esta mesura que proclamo no siempre ha sido así. Recuerdo un domingo, allá por abril o mayo de 2013, que caminando una mañana por la calle General Díaz Porlier me di de bruces con un tipo grande y barbudo que sacaba dinero del banco. Llevaba un carrito y dos niños, creo. Y yo, que por aquel entonces leía el periódico a diario, no había columna que engullese con más divertimento. Vamos, que había días que pasaba por el quiosco sólo por leerle a él.
Yo iba andando por la acera y el encuentro era cada vez más inevitable. Por un momento dudé si pararme o no. Si decirle algo o no. Si saludarle y decirle lo mucho que me gustaba lo que escribía o quedarme callado. Al final opté por una opción mucho más acorde a mi estilo: hacer el ridículo. Ni un buenos días, le dije. Ni un hola. Nada. Lo único que me salió, directamente, fue un “Disculpe, ¿me podría hacer una foto con usted?”, a lo que entre amable y sorprendido me respondió que por supuesto. De todos los escenarios posibles en los que un tío te pide algo mientras sacas pasta del banco, este no es ni de lejos el peor debió pensar.
Para hacer la situación algo más incómoda y surrealista, si es que aquello era posible, yo no estaba solo. Me acompañaban mi amigo Macario y mi hermano, quienes observaban la escena imbuidos por una mezcla de asombro y alipori. Así es que mientras posaba junto a aquelpara ellosextraño le comenté que ninguno de los dos tenía ni idea de quién era, a lo que él, sin inmutarse lo más mínimo miró a mis acompañantes y les espetó un lapidario: “Soy Lady Gaga”, poniendo fin a mi tremebunda boutade.
Este tipo, al que muy probablemente nunca le llegarán estas líneasy si le llegan se acordará de aquella vez en que pensó que le iban a atracar a plena luz del día—, era ni más ni menos que David Gistau.
Dice Ricardo Colmenero en Literatura infiel que a escribir se aprende por envidia, con lo cual lo más seguro es que yo nunca aprenda a hacerlo porque lo mío se acerca más a la admiración. Pero hoy, desde este rincón de la nada, me apetecía recordar aquella mañana que hice el ridículo en frente de un cajero del Banco Popular, y decirle a Lady Gaga que vuelva pronto. Que la próxima vez que le asalte en medio de la calle prometo al menos darle los buenos días.
Fuerza, Gistau.

20 ene 2020

Los últimos románticos.

Hace unos meses ya (al principio de empezar a escribir esto decía anoche, después hace unos días), estaba sentado en mi butaca del Ryman Auditorium esperando a que Ray LaMontagne saliera al escenario para dar un recital cuando me sucedió algo curioso. A mi lado había sentada una pareja, más o menos de mi edadél de Kansas City, ella de Suecia, en un claro homenaje improvisado a José Luis López Vázquezque me pidió que les sacara una foto. Lo normal, vamos, si no fuera porque en lugar de darme un teléfono último modelo con megapíxeles por doquier y una pantalla cuyo tamaño podía medirse en campos de fútbol, me dieron un artilugio de esos de los de antaño: una cámara desechable de aquellas de cartón de usar y tirar de toda la vida.

“This is very old school, man, I love it” le dije mientras se la devolvía. “You know? It’s more fun when you develop it and get to see the pictures” me respondió. Y entre que empezaba el concierto y no, me dio por pensar que quizás con esto de la instantaneidad, la tecnología, y la obsesión por sacar la foto perfecta y retocarla con cuarenta y siete filtrossi hacen falta tantos filtros igual no es tan perfecta, me dije—igual habíamos perdido no sólo la naturalidad, sino también la cabeza.

Y me pregunté si con esto de la inmediatez no habremos eliminado de nuestro repertorio de sensaciones ese algo indescriptible que tenía llevar el carrete a revelar y descubrir una mueca inoportuna en una foto irrepetible, ese mirar el satinado y descubrirnos como realmente somos y no tanto como nos gustaría vernos.

Es posible que hayamos ganado en nitidez y en colorido, sí, pero a cambio hemos sacrificado espontaneidad. Aquellas cámaras antediluvianas, cuyas fotos parecían momentos atrapados al vuelo, eran bastante más honestas con nosotros que la mejor de las lentes de cualquier Smartphone hoy en día. Si el encuadre estaba mal, si salía movida, si salíamos con los ojos cerrados, en realidad aquellos no eran sino exactos reflejos de lo que verdaderamente somos. Ahora ya nadie conserva esas sinceras instantáneas. Al contrario, cada foto que no alcanza los estándares mínimos perseguidos es inmediatamente desechada. Vanos intentos de engañar al espejo desterrando nuestras propias imperfecciones. Como si lo que no se ve no estuviera.

Aquellas cámaras, al contrario que las de los móviles, al ser limitadas nos obligaban a ser mucho más selectivos con aquellos momentos que son dignos de recordar y cuáles no. Y a mí, que soy un ser profundamente melancólico, por un instante, mientras atinaba a mirar por el ínfimo visor, me pareció estar viendo a los últimos románticos.