23 sept 2013

50 cosas (confesables) que me gustaría hacer antes de morir.

Aquí va una lista con las 50 cosas (confesables) que me gustaría hacer (o tener, sin ánimo de ser materialista) antes de morir. Iré poniendo en rojo aquellas que vaya haciendo (o teniendo). Estaría satisfecho si al final de mi vida quedaran en rojo la mitad.

1. Conducir un Porsche.

2. Volver a Oslo, y a Ibiza. Y a Oxford.

3. Mejorar mi inglés. Retomar el francés. Aprender alemán.

4. Correr la maratón de Nueva York.

5. Aprender a hacer sushi. Lo he intentado ya. Pero todavía queda un poco.

6. Encontrar un trabajo que me guste y dedicarme a ello.

7. Publicar una novela.

8. Ver al Real Madrid ganar, al menos, la Décima. Y la Novena de baloncesto.

9. Alquilar un Cadillac y recorrer Estados Unidos por la Ruta 66.

10. Conocer a Enrique San Francisco. Y a Julio Iglesias.

11. Escuchar el My Way de Sinatra mientras el ferry de Staten Island se acerca a Manhattan a eso de las 8 de la tarde. Hice todo, excepto lo de escuchar a Sinatra.

12. Ser portada en La Gaceta. A lo Jaime Ostos, pero con los pantalones puestos.

13. Volver. (Ya ves si volví, vivo aquí).

14. Ir a una despedida de soltero a Las Vegas.

15. Visitar el Gran Cañón de Colorado. Y la muralla china.

16. Montar una empresa. Que tenga éxito. Venderla.

17. Ver en directo a los All Blacks.

18. Tener un caballo.

19. Ser agente de la CIA.

20. Cenar con Sara Sampaio.

21. Jugar un partido de fútbol en el Santiago Bernabéu.

22. Vivir una temporada en Nueva York. En Manhattan. En un ático con piscina y cuanto antes, si es posible.

23. Actuar en alguna película.

24. Hacer un curso de enología para aprender a distinguir los distintos matices del vino.

25. Embotellar mi propio vino. Muy pronto.

26. Aparecer en la lista “Forty under Forty”. Aunque cada vez lo deseo menos y lo veo más lejano.

27. Ir al aeropuerto, acercarme a un mostrador y decir eso de “un billete para el primer vuelo que salga”. Siempre he sido muy peliculero.

28. Tomarme una copa con Meghan Markle.

29. Bajar de los cuarenta minutos en los diez kilómetros. O me arreglo la rodilla, o no hay carrera que valga.

30. Aprender a tocar la guitarra. Y a jugar al golf.

31. Ir a Buenos Aires. Y a Santiago de Chile.

32. Ser profesor universitario.

33. Reencontrarme con alguien. Por casualidad.

34. Ver a ACDC en concierto. Y a los Rolling. Y volver a ver a The Cure.

35. Volar en cabina con el piloto en un Jumbo.

36. Ver en vivo y en directo en Viena el concierto de año nuevo de la filarmónica. El del día 1.

37. Montar en globo.

38. Ver la final de los cuatro Grand Slam de tenis en vivo y en directo.

39. Diseñar mi propia casa.

40. Vivir en al menos 10 capitales de todo el mundo durante al menos 3 meses en cada una de ellas.

41. Ser columnista en un periódico de tirada nacional.

42. Diseñar y montar mi propio restaurante.

43. Salir a correr por Central Park. He montado en bici, que tampoco está mal.

44. Tener una Vespa.

45. Ver unos Juegos Olímpicos en Madrid.

46. Mezclar un Gold Label con Coca Cola. Y bebérmelo, claro. En plan sacrílego.

47. Visitar el Taj Mahal.

48. Tener la doble nacionalidad junto con la americana.

49. Bañarme entre tiburones blancos.

50. Tener un Bobtail que se llame Alfredo.

19 sept 2013

Algunas canciones y otros monstruos.



La canción muchas veces no es la propia canción, sino el preciso instante en el que suena de repente y se te cuela en la memoria como un puñal silencioso y letal. Te deja sin respiración, como un golpe seco e inesperado que te tira a la lona mientras respiras noqueado. Perdido entre una montaña de nostalgias.

Porque las canciones muchas veces no son más que eso: nostalgias. Y las nostalgias generan sentimientos.

En ocasiones perturban. Porque tienen esa capacidad. Y generan estados de ánimo. Porque son capaces de influir hasta en eso. Porque hay canciones –y discos- que son incompatibles con la felicidad. Porque cuatro acordes seguidos pueden causar el mismo fenómeno que se produce cuando abres a la mitad una cebolla (es un símil, pero también estoy pensando en una metáfora).

Muchas veces no es la canción, ni lo que dice. No es la melodía, ni el timbre de voz del cantante, sino lo que te hace sentir al escucharla. Los recuerdos que te trae. La persona a la que se asocia ese sonido. Aquel momento exacto en el que, entre gintónic y gintónic, empezó a sonar mientras estabas encaramado a la barra tratando de ligar con la camarera. O ese otro en el que, sin darte cuenta, cavabas una zanja imaginaria entre nosotros al ritmo de la música. Para no volver a vernos más. O sí. Quién sabe.

Como el Delorean del Doctor Emmett Brown en Regreso al Futuro, las canciones tienen la capacidad de hacernos viajar en el tiempo. Llevarnos de vuelta a ese primer beso en mitad de una calle con nombre de ciudad ciudadrealeña. O al último, en el que sonaba Julio Iglesias con “la vida sigue igual”, en una calle con nombre de arquitecto pretérito.

Unas veces, con suerte, nos retrotraen a momentos inolvidables cuya única nostalgia consiste en añorar que se repitan lo antes posible. Como el primer beso. Otras, algo menos afortunadas, nos recuerdan aquella página que de buena gana habríamos borrado de la historia. Como el último.

No quiero canciones que me produzcan indiferencia. Ni que me generen sentimiento de mediocridad al escucharlas. Quiero canciones que me alegren un lunes por la mañana o que me traigan tan buenos recuerdos que me arruinen lo que queda de semana. A poder ser, prefiero las primeras, aunque no sea lunes; aunque ya se haya puesto el sol. Pero no renuncio a la sensación de vulnerabilidad que genera un reencuentro musical inesperado.

Y en el párrafo anterior, quien dice canciones, dice personas. Y quien dice musical, dice personal.

6 sept 2013

Pongamos que hablo de Madrid... 2020.



Esta vez, al contrario que otras veces, no he venido a divagar sobre ninguna cuestión en concreto, ni a tratar de justificarme en una idea que sólo yo entiendo. No. He venido a contaros una historia, o quizás un par de ellas.

Corría el año 2005, era día 6 de julio, y como acostumbraba por aquel entonces, me encontraba en Inglaterra pasando una temporada al tiempo que intentaba aprender inglés. No recuerdo exactamente qué hora sería –pero auguro que no muy tarde- cuando entré por la puerta de aquella casa, en la Berry Head Road.

En aquella época no teníamos Twitter, y a duras penas funcionaba el wifi en ningún lado. Vivíamos, de alguna manera, desconectados del mundo que nos rodeaba, y las noticias no llegaban con la misma rapidez que ahora lo hacen.

Entré por la puerta de casa y fui a la cocina, donde como de costumbre estaba Ginny junto con su marido Peter (quienes posteriormente se mudaron a Santa Pola, por cierto). Por algún motivo que desconocía estaban brindando con una copa de brandy, de la cual me hicieron partícipe de forma inmediata al tiempo que me contaban que Londres había sido elegida como sede de los Juegos Olímpicos del año 2012. Recuerdo que dijeron: “It´s been a happy day, we have to celebrate it”.

Así fue como me enteré de la primera derrota de Madrid en la elección de la sede de unos Juegos Olímpicos.

Al día siguiente, 7 de julio de 2005, fecha de mi 17 cumpleaños, Londres sufrió un ataque terrorista de Al Qaeda. Al llegar a casa debía ser la misma hora, y la estampa no era muy diferente a la del día anterior. Ginny y Peter en la cocina bebiendo brandy. Sin embargo esta vez la frase con la que justificaban la copa era distinta: “It’s been a hard day, we need a drink”.

Jamás podré olvidar aquel momento en el que, descompuestos, bebían para olvidar.

Cuatro años después, en 2009 ya, estaba yo en clase de Derecho Administrativo II. Era viernes por la tarde, y eran las últimas dos horas de la semana, en las que como de costumbre, ni el propio profesor tenía ganas de dar clase.

Era 2 de octubre, por lo que a esas horas aún era de día en aquella época, cuando el profesor decidió que era un buen momento para ver en directo la elección de la sede de los Juegos Olímpicos de 2016. Paró la clase, y con su particular estilo de buscar páginas web en internet (en Internet Explorer, en lugar de escribir en la barra de direcciones, pulsaba Archivo y después Abrir), conectó con la web de Onda Madrid.

Tras multitud de fallos técnicos en el ordenador de la universidad, por fin conseguimos enterarnos de que Chicago había sido la primera ciudad eliminada en la pugna por los Juegos. El sueño era posible, y así lo constató el profesor con sus palabras: “Cuidado señores, que la cosa se pone seria” (o algo así).

Continuamos dando clase con la vista puesta en la elección de la sede, cuando a eso de las 18:40 volvimos a conectar con Onda Madrid, que esta vez sí daba en directo la señal de la imagen de la elección. Recuerdo que vivimos con tensión los momentos previos a que Jacques Rogge apareciera con aquel sobre en cuyo interior se encontraba escrito “Rio de Janeiro”.  

Otra vez habíamos vuelto a perder la batalla por organizar unos Juegos Olímpicos.

Esa noche bajamos a Madrid a emborracharnos, como era costumbre en aquellos días. No recuerdo cuál era el garito al que fuimos después de hacer botellón en frente de farmacia en Ciudad Universitaria.

Sin embargo, recuerdo que en un acto de despecho y desesperación, fruto de la olímpica derrota -y de la suprema cogorza-, volvíamos caminando hacía Moncloa cuando pasamos por delante de la Casa Do Brasil y decidimos tomarnos la justicia por nuestra cuenta. Así pues, en un acto de venganza madrileña, presas del mal sabor de la derrota, nos vengamos de la única forma en la que en aquel momento éramos capaces. Es decir, que nos meamos en la puerta.

Y así, hasta hoy.

Año 2013. 6 de septiembre. Mañana se decide en Buenos Aires cuál será la sede de los Juegos Olímpicos del año 2020, y yo estoy aquí recordando aquellos sinsabores con la esperanza de no tener que recordar ninguno más en este aspecto.

No sé si Madrid se merece o no unos Juegos Olímpicos. No sé si económicamente es o no rentable. No vengo aquí a dar datos, ni a rebatir a nadie sus argumentos. Vengo a expresar un deseo.

Escribo este post para deciros que, por encima de todas las estadísticas, todos los datos económicos, todas las opiniones autorizadas, y toda la política que mucha gente ve en toda esta historia, yo sólo tengo un sentimiento.

Por tanto, no esperéis en mí una opinión racional acerca de este tema, porque no la tengo. Para mí sería un auténtico orgullo que Madrid celebre los Juegos Olímpicos en el año 2020. Y por eso espero que mañana, seamos o no los mejores, SEAMOS LOS ELEGIDOS.

2 sept 2013

Los últimos días del verano.



Los últimos días del verano son nostalgia en vena. Son como una cinta de súper 8 que pasa por delante de tus ojos con los mejores momentos de los últimos tres meses. Como el último trago de la penúltima copa de la mejor noche (la última siempre en casa); una sensación contradictoria: la que produce el hecho de que algo bueno haya sucedido pero tenga que acabar.

El último reducto de esos días no es más que una sucesión continuada de recuerdos. En el mejor de los casos, de lo que fue. En el peor, de lo que pudo ser y no fue. En otras circunstancias, de lo que ha sido pero ya no es. De lo que fue, pero ya no será. De lo que queríamos que fueran en un principio y de lo que finalmente han terminado siendo.

El final del verano supone volver. Al colegio. A la universidad. Al trabajo. A las obligaciones improrrogables. Al antiojeras. Al café con la leche caliente en detrimento del solo con hielo. A preocuparte por la previsión meteorológica. Al paraguas y la gabardina.  Al nudo de la corbata mal hecho a las siete de la mañana para llegar al despacho a las nueve. Al madrugón inderogable y a la soledad nocturna del autobús de vuelta a casa.

Los últimos días del verano significan el final de una etapa, el paso de un año más. Significan que hay gente que venía y ya no está; o el regreso de aquellos que se fueron (incluso de los que juraron que se iban para no volver). Suponen el final de las “ginebritas night” y de las noches de tragos coquetos en el bar de la esquina de la plaza. El fin de las terrazas y el comienzo de la rutina. La maldita rutina.

El principio de septiembre supone empezar a perder de vista esas piernas bronceadas de mujer bajo una falda de vida alegre. El cambio de armario, con el correspondiente destierro de esos vestidos que dejan algo a la imaginación. El entierro de la esperanza de ver a esa chica, que ya regresa a su casa, con tu camisa puesta dándote los buenos días al otro lado de la almohada.

Más bien taciturnos, estos últimos días estivales tienen un color rojizo. De atardecer que no termina de empezar. Un tinte melancólico, como el sonido de una armónica en el muelle de cualquier puerto costero en una noche de domingo, sin luna llena, mientras ves la vida pasar y los barcos atracar (o zarpar, según si vienen, van, o se quedan).

Los últimos días del verano no son más que nostalgia. Y la nostalgia no es más que la constatación de que algo bueno te ha ocurrido, la cicatriz que queda después de vivir una experiencia memorable. La sensación que queda cuando, como en esta época ocurre, pasan los últimos días del verano.