Que las personas pasan por la
vida, unas veces con mejor y otras con peor suerte, no es decir demasiado. Hay una
gente que aterriza en el hangar vital de uno para quedarse una temporada y hay
otra que apenas se para a repostar un minutito, a rellenar el depósito de
dudas. Algunas, efímeras, dejan un rastro que se puede seguir aún tras el paso
de los años, causando un impacto tal que olvidarlas se convierte en una empresa
cuanto menos difícil. Otras, sin embargo, dibujan una estela volátil en el
tiempo que se borra al más mínimo soplido del destino. Qué sé yo, ventajas y
desventajas de estar vivo.
El caso es que de aquellas que
pasan y de otras tantas de las que se quedan, sin darnos cuenta, vamos tomando
prestado algo: gestos, manías, costumbres y, por qué no decirlo, también
algunos miedos. Sólo así se explica que con los años haya desarrollado un
tremendo asco a las polillas, o que sienta una aversión tremebunda a tener el
menor contacto con pies ajenos, o que los domingos sean, desde hace ya, el día
oficial de pasar la mopa en mi casa. Lo mismo pasa con mis sábanas, que tienen
que ser radiantemente blancas o con el hecho de que prefiera el tren al autobús
aunque no siempre pueda hacer valer mi preferencia. E igual con las
hamburguesas, que no contemplo en modo alguno aliñarlas con un queso que no sea
el adecuado.
Con los años, de forma casi mimética,
he ido robando pequeñas partes de almas ajenas que han ido forjando mi
carácter, haciendo que prefiera el lado izquierdo de la cama, o que ya no añada
azúcar al café, o que elija el Rioja frente al Ribera, los Beatles por encima
de los Rolling, el sorbete de limón sobre el helado de chocolate, y la ginebra en
detrimento de todo lo demás. Costumbres tontas y por supuesto mutables al más
mínimo contacto con otras diferentes. Retales de suspiros que otras personas
que han ido pasando por mi vida fueron dejando sin saberlo, pequeños trazos de
uno mismo que me han regalado de forma sibilina, inoculándome un veneno
silencioso que alteró mi esencia—si es que algún día la hubo.
Y a veces pienso, ¿qué habré dejado
yo de mí en los demás? ¿Cuál de mis ridículas manías seguirá presente en las
vidas de aquellos que pasaron de largo? ¿Cuántas veces habrán tenido que hacer
la cama para poder tener en orden sus ideas y poder pensar? ¿Cuántas noches habrán pasado en vela por no haber hecho la maleta a tiempo? ¿Cuántos días
habrán dejado preparada la cafetera antes de irse a dormir para sólo tener que
apretar el botón al día siguiente? Pero sobre todo, ¿cuántas veces habrán pensado
en escribir ese mensaje y no lo habrán hecho? Y más aún, ¿a qué demonios
esperan para hacerlo?