19 nov 2018

Costumbres.


Que las personas pasan por la vida, unas veces con mejor y otras con peor suerte, no es decir demasiado. Hay una gente que aterriza en el hangar vital de uno para quedarse una temporada y hay otra que apenas se para a repostar un minutito, a rellenar el depósito de dudas. Algunas, efímeras, dejan un rastro que se puede seguir aún tras el paso de los años, causando un impacto tal que olvidarlas se convierte en una empresa cuanto menos difícil. Otras, sin embargo, dibujan una estela volátil en el tiempo que se borra al más mínimo soplido del destino. Qué sé yo, ventajas y desventajas de estar vivo.

El caso es que de aquellas que pasan y de otras tantas de las que se quedan, sin darnos cuenta, vamos tomando prestado algo: gestos, manías, costumbres y, por qué no decirlo, también algunos miedos. Sólo así se explica que con los años haya desarrollado un tremendo asco a las polillas, o que sienta una aversión tremebunda a tener el menor contacto con pies ajenos, o que los domingos sean, desde hace ya, el día oficial de pasar la mopa en mi casa. Lo mismo pasa con mis sábanas, que tienen que ser radiantemente blancas o con el hecho de que prefiera el tren al autobús aunque no siempre pueda hacer valer mi preferencia. E igual con las hamburguesas, que no contemplo en modo alguno aliñarlas con un queso que no sea el adecuado.

Con los años, de forma casi mimética, he ido robando pequeñas partes de almas ajenas que han ido forjando mi carácter, haciendo que prefiera el lado izquierdo de la cama, o que ya no añada azúcar al café, o que elija el Rioja frente al Ribera, los Beatles por encima de los Rolling, el sorbete de limón sobre el helado de chocolate, y la ginebra en detrimento de todo lo demás. Costumbres tontas y por supuesto mutables al más mínimo contacto con otras diferentes. Retales de suspiros que otras personas que han ido pasando por mi vida fueron dejando sin saberlo, pequeños trazos de uno mismo que me han regalado de forma sibilina, inoculándome un veneno silencioso que alteró mi esencia—si es que algún día la hubo.

Y a veces pienso, ¿qué habré dejado yo de mí en los demás? ¿Cuál de mis ridículas manías seguirá presente en las vidas de aquellos que pasaron de largo? ¿Cuántas veces habrán tenido que hacer la cama para poder tener en orden sus ideas y poder pensar? ¿Cuántas noches habrán pasado en vela por no haber hecho la maleta a tiempo? ¿Cuántos días habrán dejado preparada la cafetera antes de irse a dormir para sólo tener que apretar el botón al día siguiente? Pero sobre todo, ¿cuántas veces habrán pensado en escribir ese mensaje y no lo habrán hecho? Y más aún, ¿a qué demonios esperan para hacerlo?