Dicen que la única constante en la vida es el cambio, pero es mentira. La verdadera constante es el miedo al cambio, a afrontar nuevos retos y a mirar a los ojos a la incertidumbre sin saber si ésta nos devolverá o no la mirada. Cambiar da miedo, claro, porque supone poner los dedos de los pies al otro lado de un abismo inexplorado. Da igual que uno sepa que lo que viene será mejor, pues no es el cambio en sí lo que atenaza, sino la adaptación al mismo, el despojo de la costumbre y el destierro del automatismo de la comodidad. Cambiamos nosotros y cambian las circunstancias, pero no cambia el pavor que da asomarse al vacío.
Nacemos, y con nacer somos programados para rechazar la duda y huir de la incerteza. Queremos seguridad y tierra firme, no un suelo que nos meza al compás de lo que venga, que haga nuestras rodillas temblar ante la perspectiva de un futuro incierto. Es humano prolongar aquello conocido, a pesar de que no sea siempre bueno, o dicho de otro modo, mejor. Como también lo es el deseo de prosperar, pues en el fondo nadie da el paso creyendo que lo que espera es peor que lo que había. Cambiar es, con frecuencia, un verbo no apto para el club de fans del pesimismo. Y muchas veces no es fácil, por muy de color de rosa que vea uno la vida. Que no te engañen.
Ahora que todo es Mr. Wonderful, empowerment, y la madre que lo parió, no estaría de más que alguien crease tazas con mensajes más sinceros: que cambiar da miedo, que la incertidumbre acojona, o que si quieres… quieres (pero no siempre puedes). Una marca que cogiese el merchandising y nos tratase como adultos, que lejos de vendernos la moto con frasecitas vacías de autoayuda, nos dijera la verdad. Que a veces en la vida las cosas salen mal, pero que no es motivo suficiente para tenerle miedo al cambio. Que da igual lo que hagas porque muchas veces la moneda está en el aire y al azar le importan poco tus deseos. Y mi preferida, que es, ¿qué es lo peor que puede pasar si haces algo?
Pues eso.