29 ago 2022

El cambio.

Dicen que la única constante en la vida es el cambio, pero es mentira. La verdadera constante es el miedo al cambio, a afrontar nuevos retos y a mirar a los ojos a la incertidumbre sin saber si ésta nos devolverá o no la mirada. Cambiar da miedo, claro, porque supone poner los dedos de los pies al otro lado de un abismo inexplorado. Da igual que uno sepa que lo que viene será mejor, pues no es el cambio en sí lo que atenaza, sino la adaptación al mismo, el despojo de la costumbre y el destierro del automatismo de la comodidad. Cambiamos nosotros y cambian las circunstancias, pero no cambia el pavor que da asomarse al vacío.

Nacemos, y con nacer somos programados para rechazar la duda y huir de la incerteza. Queremos seguridad y tierra firme, no un suelo que nos meza al compás de lo que venga, que haga nuestras rodillas temblar ante la perspectiva de un futuro incierto. Es humano prolongar aquello conocido, a pesar de que no sea siempre bueno, o dicho de otro modo, mejor. Como también lo es el deseo de prosperar, pues en el fondo nadie da el paso creyendo que lo que espera es peor que lo que había. Cambiar es, con frecuencia, un verbo no apto para el club de fans del pesimismo. Y muchas veces no es fácil, por muy de color de rosa que vea uno la vida. Que no te engañen.

Ahora que todo es Mr. Wonderful, empowerment, y la madre que lo parió, no estaría de más que alguien crease tazas con mensajes más sinceros: que cambiar da miedo, que la incertidumbre acojona, o que si quieres… quieres (pero no siempre puedes). Una marca que cogiese el merchandising y nos tratase como adultos, que lejos de vendernos la moto con frasecitas vacías de autoayuda, nos dijera la verdad. Que a veces en la vida las cosas salen mal, pero que no es motivo suficiente para tenerle miedo al cambio. Que da igual lo que hagas porque muchas veces la moneda está en el aire y al azar le importan poco tus deseos. Y mi preferida, que es, ¿qué es lo peor que puede pasar si haces algo?

Pues eso. 


14 ago 2022

El ocaso de los años felices.

Quizás porque Chicho Ibáñez Serrador lo mencionaba cada semana en el Un, dos, tres a finales de los 70, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo se compró un piso en Torrevieja. No lo sé, porque nunca me lo dijo, pero dudo bastante que lo que le moviera fuese compartir vecindad con todos aquellos jugadores de Malta que una infausta noche del 83 se dejaron clavar doce goles en el Villamarín a cambio de una casa en la playa. Sin embargo, allí que se fue, condenándonos —es un decir— sin saberlo a veranear frente al Mediterráneo durante más de treinta años, en una playa cuyo nombre jamás hizo más justicia a la idiosincrasia de una estirpe. En un segundo con terraza desde donde siempre se vio el mar. 

Esta semana, después de muchos años de amenazas con venderlo, han decidido que sí, que se va. Vino un tipo con un cuaderno (o así lo imagino yo), tomó medidas, dibujó planos, hizo tres o cuatro números con la calculadora y llegó a la conclusión de que sí, que ese era el precio. Así que nada, parece ser que tras muchos veranos quejándonos injustamente de aquella casa, es posible que este sea el último que pisamos —que pisan ellos, que yo no estoy— Dinamarca esquina Suecia, que es el punto donde descansa aquel sueño de mi abuelo. Se vende el espacio, claro, pero no los recuerdos. Si las historias vividas allí aumentasen el valor de la vivienda, a buen seguro el tasador nos habría dicho que aquel piso tiene un valor incalculable. Pero no, la memoria no cotiza al alza en el mercado inmobiliario.

Ya sé que la nostalgia es muy improductiva. No obstante, ahora que parece que se acaba aquel capítulo de nuestras vidas, no puedo evitar recordar a mi madre, recién llegada de la playa bailando y cantando el “Mi gato” de Rosario en el salón a media tarde, con la corriente empujando los visillos. Tampoco puedo olvidar las partidas de dominó de después de comer, ni los helados de turrón de la Jijonenca, que quedaban justo debajo de casa. En la memoria quedan aquellos findes clandestinos con Cristina, la última visita con Pablo —que por fin descubrió que había playas más allá de la de Los Locos—, o todos los veranos que desembarcábamos allí en modo comuna con mis primos más pequeños. Pequeñeces todas estas en comparación con mi gran recuerdo: mi abuelo bajo la sombrilla de la playa leyendo el AS mientras observaba, por el rabillo del ojo, cómo dos generaciones después, su linaje chapoteaba feliz en la orilla. 


7 ago 2022

Nashville 2017.

La primera noche que dormí en Nashville tenía cama pero no colchón, así que no me quedó otra que hacerlo tirado en el sofá. Mi nuevo compañero de piso todavía no había vuelto de donde fuese que estuviera y en aquel piso de estudiantes habitaban pelusas centenarias que desafiaban leyes biológicas. Rodaban a sus anchas como solitarios estepicursores en el Valle de la Muerte. El apartamento, que era un bajo, quedaba apenas a unos minutos de la parte este del campus, lo cual me permitía andar hasta allí en un momento en el que no tenía coche. Pasado el trago del primer amanecer —es un decir, pues ni café tenía— di con mi cuerpo en una oficina de correos cercana que albergaba una pequeña caja donde se encontraba el que a día de hoy sigue siendo refugio de mis desvelos.

Algo que no olvidaré de aquellos días es la sensación de ir desbloqueando calles y lugares, como un personaje de un videojuego que va a tientas por el mapa. A cada paso que daba me encontraba un sitio nuevo, diferente del anterior, que quizás más tarde se convertiría en familiar. Había límites, eso sí. Mi ciudad se acababa al norte con West End, al sur con el supermercado, al oeste con el gimnasio y al este con la 12. Todo lo demás estaba habitado por dragones que yacían allí medio dormidos, esperando a que me aventurase a conocerlos. Entonces caminar era la única forma de moverse en un paraje que en agosto aún conserva grados y más grados, almacenados estratégicamente como lenguas de fuego.

En octubre llegó el coche y se acabaron los confines de mi actividad. El radio donde desarrollaba mi vida comenzó a expandirse como un río desbordado. Cambié de hábitos, comencé a moverme ayudado por el móvil y descubrí que existían otros supermercados. Empecé a alejarme de lo que hasta entonces había sido el centro y dejé que sus calles me abrazaran, a sabiendas, eso sí, de que aún no tenía autonomía suficiente para llegar de casa al auditorio sin perderme. O peor todavía, para regresar en caso de que, como me sucedió, el teléfono se me quedase sin batería. 

En febrero del año siguiente crucé al otro lado de la 31, que era algo así como Finisterre, y me mudé al barrio donde he vivido desde entonces. Desde aquí me he pasado los últimos cuatro años y medio renegando de Nashville. Que si no es una ciudad, que si es un pueblo grande, que si no tiene sentido y que si la abuela fuma. Pero aquí sigo. Ahora ya no me desplazo acojonado por si se me apaga el Google maps, ni sé exactamente dónde están mis límites de movimiento. Conozco más o menos las zonas que me gustan, sé dónde tengo que ir para comprar lo que necesito y en algún momento hasta encontré un bar donde me sentía completamente en casa. 

He sido injusto tantas veces con Nashville que necesito rendirme a la obviedad: la voy a echar de menos. Mañana se cumplen 5 años del día que me mudé aquí y, por primera vez desde que empecé el doctorado, no sé dónde voy a estar el próximo agosto. A buen seguro en otra parte. Tal vez ardiendo entre las sombras mientras derribo las murallas mentales que impondrán de nuevo las calles que rodeen mi casa en mi siguiente —espero— ciudad.