29 ene 2019

Sine díe.


Una de las cosas más extrañas de la vida es el proceso de desaprendizaje que sigue al final de una etapa. O sea, la eliminación paulatina de los actos reflejos que hasta entonces han acompañado nuestra existencia cotidiana, el desechar o readaptar las costumbres adquiridas a lo largo de una época en favor de otras nuevas, más recientes, menos tuyas. Hábitos tan simples como escribir un “Buenos días” antes de dormir o el solo hecho de pensar las cosas en plural. Cuestiones que se instalan de forma silenciosa en la rutina de cada día y que a partir de un cierto instante comienza uno a extrañar. Dejes que otrora fueron automáticos, reacciones instintivas a estímulos externos que nos llevan de forma involuntaria a prolongar la agonía de un cierto olvido. O peor aún, tics que se instalan como pequeñas tentaciones a las que se debe resistir, unas veces por amor propio y otras por mera salud mental.  

Así, no es raro que después de ese punto final al que no siguen dos puntos suspensivos, que diría Sabina, uno se vea de repente con el teléfono en la mano en un amago de marcar un número que ya no tiene en la agenda. O que un día cualquiera, tras ocurrir algo extraordinario que en otro tiempo habría compartido sin dudarlo, de pronto tenga que recordarse a sí mismo que ya no puede transmitirlo, por mucho que antes lo hubiera hecho. Es una especie de involución cuya principal característica es la extrañeza del silencio, el retorno forzado a un estado anterior en el que, si existió vida, no fue ni de lejos comparable a la que hubo después. Se trata de una mudanza vital inacabable en la que siempre quedan cajas por abrir.

Reaprender a vivir sin aquello a lo que uno estaba acostumbrado es un proceso a veces complicado. Comprender que el teléfono ya no sonará o que uno no podrá apoyarse sobre aquella viga estructural que sostenía un puente que cayó no es algo fácil ni rápido. Desaprender costumbres, olvidar manías, o evitar tentaciones, son sólo algunas de las cosas que conlleva mirar a los ojos al futuro. Es tedioso porque implica comparar constante e inconscientemente lo que había y lo que hay, y llegar siempre a la misma conclusión. Y además es ingrato, porque en un alarde científico, uno siempre está tentando de intentar reducir a lo absurdo la norma general, de tratar de crear una fórmula matemática que explique las leyes de aquella pretérita atracción. Todo ello para acabar llegando a la conclusión de que el elemento fundamental de la ecuación se ha evaporado, dejándola incompleta y, por tanto, irresoluble.

Sine díe.