Una de las cosas más extrañas de la vida es el proceso de
desaprendizaje que sigue al final de una etapa. O sea, la eliminación paulatina
de los actos reflejos que hasta entonces han acompañado nuestra existencia
cotidiana, el desechar o readaptar las costumbres adquiridas a lo largo de una
época en favor de otras nuevas, más recientes, menos tuyas. Hábitos tan simples
como escribir un “Buenos días” antes de dormir o el solo hecho de pensar las cosas
en plural. Cuestiones que se instalan de forma silenciosa en la rutina de cada
día y que a partir de un cierto instante comienza uno a extrañar. Dejes que
otrora fueron automáticos, reacciones instintivas a estímulos externos que nos
llevan de forma involuntaria a prolongar la agonía de un cierto olvido. O peor
aún, tics que se instalan como pequeñas tentaciones a las que se debe resistir,
unas veces por amor propio y otras por mera salud mental.
Así, no es raro que después de ese punto final al que no
siguen dos puntos suspensivos, que diría Sabina, uno se vea de repente con el
teléfono en la mano en un amago de marcar un número que ya no tiene en la
agenda. O que un día cualquiera, tras ocurrir algo extraordinario que en otro
tiempo habría compartido sin dudarlo, de pronto tenga que recordarse a sí mismo
que ya no puede transmitirlo, por mucho que antes lo hubiera hecho. Es una
especie de involución cuya principal característica es la extrañeza del
silencio, el retorno forzado a un estado anterior en el que, si existió vida,
no fue ni de lejos comparable a la que hubo después. Se trata de una mudanza vital
inacabable en la que siempre quedan cajas por abrir.
Reaprender a vivir sin aquello a lo que uno estaba
acostumbrado es un proceso a veces complicado. Comprender que el teléfono ya no
sonará o que uno no podrá apoyarse sobre aquella viga estructural que sostenía
un puente que cayó no es algo fácil ni rápido. Desaprender costumbres, olvidar
manías, o evitar tentaciones, son sólo algunas de las cosas que conlleva mirar
a los ojos al futuro. Es tedioso porque implica comparar constante e inconscientemente
lo que había y lo que hay, y llegar siempre a la misma conclusión. Y además es
ingrato, porque en un alarde científico, uno siempre está tentando de intentar
reducir a lo absurdo la norma general, de tratar de crear una fórmula
matemática que explique las leyes de aquella pretérita atracción. Todo ello
para acabar llegando a la conclusión de que el elemento fundamental de la
ecuación se ha evaporado, dejándola incompleta y, por tanto, irresoluble.
Sine díe.