Hoy hace un año y un día que era lunes en Nueva Jersey y yo
me planté en Princeton con una chaqueta de tweed y una camisa de cuadros, erróneamente
convencido de que el interés y el entusiasmo eran motivos más que suficientes
para ser digno merecedor de aquello que quería. El tiempo, sin embargo, que es
igual de cabrón que los espejos, no tardó demasiado en llevarme la contraria
demostrándome que querer algo es simplemente el primer paso para darse de
bruces contra el muro del fracaso.
Ayer hizo un año que, sin saberlo, empecé a mudarme un poco
a Nashville. Porque ayer se cumplió el primer aniversario del día en que decidí
que, o mejoraba o me volvía, o avanzaba en esto del artículo y la tecla o
regresaba (quién sabe si a la toga). Del día en que, muy seguro de mí mismo, le
dije a Laura que tenía posibilidades de encontrar algo mejor que lo que había,
que tampoco era tan malo. Trescientos sesenta y cinco días ya que empezaron a
encajar -de nuevo- los engranajes de toda esta casualidad que ha sido mi vida
durante los últimos tres años y medio.
Ayer hizo un año y un día que era domingo y que en Hamilton
hacía sol, y en aquel momento yo no podía si quiera imaginarme que aquella
misma tarde se iba a activar el protocolo de lo inesperado. Nada hacía
presagiar que en unas horas recibiría un email que sería el desencadenante de
todo lo demás. Ayer se cumplió, como una cutre condena, el primer aniversario
de aquel momento en que empecé a descubrir que, cuando uno menos se lo espera, de
los fracasos más estrepitosos, nacen las victorias más sonadas. Ahí es nada.
¿Que a qué viene todo esto? Pues viene a que ayer hizo un
año que decidí solicitar la entrada en otras universidades, y hoy se cumple un
año y un día de aquel momento en que comencé a comprobar cómo, a veces, cuatro
cartas de rechazo pueden ser, a la larga, la mejor de las noticias.