9 oct 2016

Los tontos dicen tonterías.

Voy a decir unas cuantas obviedades que de vez en cuando se olvidan.

Que los cretinos (y las cretinas, para que no me acusen de sexista) han existido siempre es algo que no voy a redescubrir yo ahora. Parece, sin embargo, que con el auge de las redes sociales, se le ha dado un megáfono a personas cuyas opiniones antaño no habrían pasado de meras chorradas sin trascendencia. Internet, y su falta de regulación, han supuesto un púlpito maravilloso para un montón de gilipollas con una terrible necesidad de alimentar su ego a golpe de clics. Desertores del arado con un ordenador o un teléfono a mano que escriben, amparándose en la libertad de expresión, barbaridades totales.

Es curioso, pero gran parte de la culpa de este aumento exponencial de wannabes de canalla la tienen precisamente aquellos que tanto se escandalizan con todas esas tonterías. Lo que otrora no habría pasado de una mera gilipollez, ahora genera una bola de nieve que le da publicidad al exabrupto, y acaba consiguiendo precisamente lo que quiere el tonto de la gorra: protagonismo. Es entonces cuando el comentario en cuestión deja de ser una pelusa del desierto que transita en la inmensidad de un pueblo fantasma, y acaba saliendo publicada en technicolor en las pantallas de Times Square. Ocurre día sí, día también, en Twitter.

Reconozcámoslo, no todo el mundo debe tener el privilegio de ofender. No todas las opiniones tienen el mismo valor, por mucho que la corrección política se afane en repetir eso de “todas las opiniones son igual de válidas”. No, no lo son. Y el acto de responder a un idiota implica una legitimización de su opinión, un otorgarle una cierta inteligencia a aquel que está emitiendo el rebuzno en cuestión; algo que en bastantes ocasiones es mucho decir. Así es que, quizás sea el momento de dejar de rasgarse las vestiduras con las bobadas que se leen por la red, de dejar de dar importancia a tanto palmero vestido de Lagarterana que no dice más que sinsentidos.


Que parece que a veces se olvida algo tan obvio como que los tontos acostumbran a decir tonterías. 

4 ago 2016

La inmediatez.

De un tiempo a esta parte vivimos en el mundo de la inmediatez. Del “lo quiero todo y ahora” y si no es así ya no me sirve. El avance de la comunicación y las tecnologías ha conllevado como contraparte que vivamos con prisa, que perdamos la paciencia con mucha mayor facilidad, y lo peor de todo: que cada vez más desechemos llevar a cabo determinadas acciones que necesitan un mayor tiempo y esfuerzo. Que renunciemos a priori a algunas cosas simplemente por el hecho de que no llegarán a nosotros en un breve plazo de tiempo. Sin necesidad alguna, hemos creado una necesidad de urgencia que nos está volviendo cada vez más cómodos, menos capaces de esforzarnos para conseguir algo a medio y largo plazo.

Estamos evolucionando hacia una sociedad malacostumbrada y cortoplacista, entregada a los placeres inmediatos, incapaces de disfrutar la escarpada; de plantearnos incluso llegar a la cima sólo por el esfuerzo que supone atarse los cordones para iniciar el ascenso. Nos hemos vuelto vagos, reticentes a participar en proyectos cuyos resultados desplieguen sus efectos con el tiempo. Ya no se trata de llegar a donde uno quiere, sino de hacerlo ayer a ser posible. Queremos obtener el resultado sin esforzarnos para conseguirlo, olvidando que como realmente se saborean las victorias es trabajándolas.

Así es que, quizás sea hora de parar. De comprender que hay cosas que tienen un ritmo natural que no se puede acelerar, que el período de madurez de algunas cuestiones es el que es, y que una aceleración de este proceso sólo puede conllevar una destrucción del producto final. Es posible que haya llegado el momento de renunciar a la inmediatez y de recuperar la capacidad de espera, de renegar de aquello que no merezca la pena por muy fácil que sea, de tener la paciencia suficiente como para conseguir aquello que requiera más de dos minutos de nuestra atención.

Igual es el momento de plantarnos entre todos y llegar a la conclusión de que valorar el tiempo no significa no utilizarlo en demasía, sino usarlo en cosas que realmente lo valgan, aunque conlleven una mayor inversión del mismo. Tal vez así comprendamos que lo único inmediato, cuando se trata de conseguir algo que merece la pena, debe ser el rechazo a la necesidad de inmediatez.


29 jul 2016

La primera vez.

De cuando en cuando me asalta un sentimiento extraño, que no llega a ser exactamente de tristeza, pero si de una cierta pesadumbre. Me refiero a la sensación que me produce la imposibilidad de descubrir determinadas cosas de nuevo, de revivir la emoción que algunas circunstancias me provocan cuando las experimento por vez primera. A la angustia que me causa el hecho de saber que ya no volveré a advertir esa impresión de novedad cuando vuelva a participar de las mismas, cuando escuche de nuevo esa canción, relea ese fragmento de un libro, o bese aquellos labios que hasta entonces estuvieron prohibidos.

Lo cierto es que la primera vez que ocurre algo, el momento se desvanece de forma automática, se convierte en una sustancia volátil que no resiste al paso de los segundos. El instante se evapora, se escurre entre los dedos como si fuera viscoso y huidizo, desaparece entre la niebla al igual que hacían Rick y Renault al final de Casablanca. El primer ahora se torna en otrora casi sin quererlo, y la isocronía pasa a ser una palabra llana y poco más; el momento es inaprehensible y paradójico, pues su existencia sólo puede explicarse desde su aversión congénita a la durabilidad. El instante nace predestinado a morir, su acaecimiento es simultáneo a su desaparición. Se agota simplemente por el hecho de existir.

Y a mí esto me angustia. El hecho de estar haciendo algo por primera vez, y al mismo tiempo ser consciente de que ya nunca jamás podré volver a experimentar esa misma sensación con tintes primigenios, con una cierta vocación de novedad, me provoca un poco de ansiedad. La imposibilidad de reiniciar el sistema y volver a empezar, en algunas ocasiones, me genera un cierto desconsuelo. Una melancolía que, al contrario que el momento que se agota, perdura en el tiempo.

Me angustia saber que ya no podré volver a ilusionarme por primera vez cuando camine por Nueva York, ni sentiré la emoción de escuchar por vez primera el Intermezzo de la Cavalleria Rusticana. Que ya no podré ser ajeno a libros cuyos comienzos me encantaría poder redescubrir como si sus primeras páginas nunca hubieran caído entre mis manos. Que tampoco podré experimentar de nuevo la sensación de llegar a conocer a determinadas personas, ni saborear la novedad de aquellos labios bañados en gintónic. Que ni si quiera podré volver a escribir por vez primera sobre la angustia que me provoca el hecho de, no ya no poder revivir determinadas sensaciones, sino la imposibilidad de volver a experimentarlas desde cero.


O a lo mejor no, porque al fin y al cabo, ¿qué es una segunda vez sino una primera vez después de la primera vez?

25 jul 2016

B 612.

Esta tarde releí El Principito. No sé muy bien por qué, pero me apetecía subirme por un rato al Asteroide B 612 y recorrer el universo que Saint-Exupéry dibujó, adentrarme en las entrañas de la boa y tratar de desenmarañarlas para liberar al elefante que habitaba aquella silueta de sombrero. El caso es que a lo largo de las 92 páginas de mi edición, he estado tratando de leer con otros ojos lo que ya había leído; intentando encontrar algo de miga en lo que otrora fue corteza, diamantes entre el carbón.

El libro, que evidentemente no pretendo descubrir, esconde bajo la forma de un cuento algunas reflexiones que, en tardes como la de hoy, se me antojan, sino imprescindibles, al menos pertinentes. El Principito -el personaje- ve, a través de los ojos de un niño, un mundo de mayores, de gente que no alcanza a comprender. Conserva la imaginación suficiente como para ver, dentro de una caja, al cordero que ésta contiene. Y al mismo tiempo, el raciocinio suficiente para darse cuenta de que el mundo de los mayores, salvo contadas excepciones, es un mundo en el que reina el egoísmo.

El Principito es inocente, pero no es tonto. En uno de sus viajes coincide con un zorro del cual salen algunas de las palabras más inspiradoras de la obra. Éste, que es un animal astuto, aporta la parte de la experiencia que no se puede observar a tan temprana edad. Introduce el concepto de domesticar, mediante el que le explica el proceso a través del cual las personas se convierten en especiales. Cómo cuando alguien va conectando con otro alguien, tiene que tener en mente la idea de que a la larga, la desaparición de ese alguien puede significar un motivo de tristeza. Una especie de nostalgia a saldo, que inevitablemente empiezas a sentir en el mismo momento en el que te ocurre algo bueno en la vida. Ese saber que en algún momento futuro extrañarás ese momento que estás viviendo. Autoconsciente, añadiría yo.

La otra frase para el recuerdo, que probablemente sea una de las más populares, es aquella en la que el zorro dice “He aquí mi secreto: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos”. Y es cierto. A veces nos afanamos en apreciar lo material, en aprehender cosas sin darnos cuenta de que lo realmente importante es lo que subyace bajo las mismas. Lo esencial está en el interior de las cosas, en la razón que las motiva, en las cualidades intrínsecas que éstas tienen. A menudo cometemos el error de observar determinadas actitudes con los ojos, sin darnos cuenta de nuestra tremenda ceguera. Ponderamos la importancia de las cosas bajo criterios erróneos, y acabamos tomando decisiones que a la larga se demuestran equivocadas. Vemos, en último término, un sombrero, cuando lo que en realidad había era una boa que ha engullido a un elefante.

19 jul 2016

New kid in town.

En la primera página de Opiniones de un payaso, en la que por cierto anida una tarjeta de El Botánico a modo de marca páginas, Heinrich Böhl, describe cómo el protagonista, cada vez que llega a la estación de Bonn, enciende lo que él denomina el piloto automático y lleva a cabo una serie de automatismos que van desde bajar las escaleras del andén hasta llamar un taxi, pasando -entre otras cosas- por comprar los periódicos de la tarde o sacar el billete del bolsillo del abrigo.

Ese proceso de movimientos reflejos, casi coreográficos, de alguna manera lo he llevado yo a cabo en cada uno de mis regresos desde Alabama durante el último año y medio. Aterrizar, encender el teléfono cuya tarjeta previamente había cambiado a mi número español tras despegar el vuelo, desembarcar lo más rápido posible del avión, y una vez pisado el suelo de Madrid, ponerme los auriculares y escuchar en bucle el New kid in town de Eagles en el interminable tiempo que transcurría hasta llegar a la sala de recogida de equipajes; esa era, groso modo, mi rutina.

De todo ese proceso casi automático, hay una parte que durante todo ese tiempo fue especialmente simbólica para mí: la canción. No tengo claro que sea un gran tema, ni me importa demasiado, sinceramente. Pero de alguna manera, con ella me ocurre lo que a los perros de Pavlov cuando escuchaban el metrónomo. Escucharla me pone alerta, me retrotrae a ese momento del regreso, y me hace de algún modo revivir esas sensaciones previas a la salida de la terminal, esa ilusión que me embriagaba cada vez que volvía a casa después de un tiempo fuera.


El New kid in town, que descubrí accidentalmente viendo un documental sobre Fernando Martín, representa para mí toda esa idea de reencuentro con la gente a la que a lo largo de algunos meses había estado echando de menos. Tiene ese sabor inconfundible del regreso, de volver a saborear el aire de Madrid, de no sentirme extranjero en aquellos lugares que algún día me fueron propios. Simboliza ese eterno retorno a aquella última estrofa de Noción de patria que escribía Benedetti. La vuelta, en último término al germen de la huida, el comienzo de la cuenta atrás para volver a ser, valga la redundancia si la hay, el new kid in town.  

15 jul 2016

Dicotomías.

La vida está llena de dicotomías que nos obligan a elegir, de opciones entre las cuales uno tiene que tomar partido, cosas que son -muchas veces- incompatibles entre sí, y que nos ponen en la tesitura de decantarnos por una u otra alternativa sin remedio de continuidad. Si la economía parte de la escasez, el dilema, en este caso, parte de una decisión basada en la abundancia, concretamente en la multitud de variables posibles entre las que escoger. Los Beatles o los Rolling, el vino o la cerveza, el Madrid o el Barça, o derechas o izquierdas, son sólo algunos ejemplos de esas cuestiones que, en cuestión de preferencias, no pueden coexistir.

Dentro de todas esas alternativas binarias y antagónicas, existen dos que, de alguna manera, se adaptan a los principios a través de los cuales trato de regir mi vida. Y digo bien, trato, porque a veces la tentación es tan grande, que los instintos acaban encontrando la manera de emerger de las profundidades de mi yo; hasta el punto de que coqueteo con opciones que ni de lejos son mis preferidas. En otras palabras, que a veces me sorprendo poniéndome los cuernos a mí mismo con preferencias que, por regla general, no suelo preferir. Mi cabeza, que a veces se torna laberinto.

Volviendo a esas que me definen, la primera de ellas es aquella que obliga a elegir entre hechos y palabras, y es curioso, porque pese a que son estas últimas las que sirven como vehículo de todo lo demás, lo cierto es que me decanto completamente por los hechos. Las acciones hablan por sí solas, dice un refrán que muy probablemente me acabo de inventar, pero es cierto. No existe mejor forma de decir que el propio acto de hacer -pleonasmos a parte-, no conozco mejor forma de hablar que el propio hecho de actuar. Y no sólo lo llevo a cabo, sino que además lo exijo. No quiero palabras, por mucho que me gusten, y por mucho que me aproveche de ellas. La retórica, sin hechos contrastables, es papel mojado.

La segunda de las dicotomías que habita de forma impune en mí es la que me constriñe a decidir entre la calidad y la cantidad. Aquí tampoco hay lugar para la duda, prefiero un gramo de algo que yo considere oro, a veinte toneladas de algo que me traspase. Si bien las palabras me interesan como medio, la cantidad la desdeño sin piedad. La calidad es algo innegociable, y es aplicable a casi todo: al tiempo, a las personas, o incluso a los propios hechos, constituyendo así la metadicotomía. Prefiero disfrutar de un segundo de divertimento sincero al mes, que de veinte días de abulia; de un pedazo de cielo, a una hectárea de mediocridad. Prefiero, en último término, una estrella brillante aunque sea fugaz, a una constelación que se apaga.  



11 jul 2016

Así prefiero vivir.

No nos engañemos, una de mis señas de identidad más particulares es el hecho de que tengo una cierta afición a películas de dudosa calidad. Tengo debilidad por esas comedias románticas con final feliz. No contento con ello, además, tengo una enorme tendencia a ver películas que ya he visto; o sea, que no sólo me gustan las películas de contenido trivial, sino que además abuso de ellas hasta la extenuación porque siempre termino viendo las mismas.

Podría citar seis o siete cintas que veo de forma recurrente en función del momento de mi vida en el que estoy, pero esta noche me apetece hablar exclusivamente de una escena de Along came Polly. En el corte en cuestión, el padre del protagonista da un discurso (en inglés, claro) en el que dice que “Cuando menos te lo esperas, pueden pasar cosas buenas; mejores incluso que las que tú habías planeado”.

Soy un optimista convencido, casi enfermizo, quizás un inconsciente en grado sumo. Y no puedo dejar de serlo. No puede pasar un día sin que piense que por muy mal que haya ido, mañana saldrá el sol. No concibo existir pensando en que algo saldrá mal, ni mucho menos. Es tan terrible lo que siento, que a veces pienso que la vida sólo tiene días buenos y días mejores; por mucho que la muy asquerosa a veces se empecine en desacreditarme. Por mucho que el barco se me hunda cuando menos me lo espero.

Lo reconozco: no sé ser de otra manera. Además, no quiero ser de otra manera. Al contrario, quiero pensar que, efectivamente, cuando menos te lo esperas, la vida te trae algo por lo que merece la pena morirte lentamente, algo que te llene y que te consuma al mismo tiempo. Que te agujeree el alma y te lo remiende al mismo tiempo como si fuera un calcetín. Que jamás te deje indiferente, por mucho que la indiferencia duela.

Si me dan a elegir, prefiero subir al cielo un minuto, aunque ello conlleve tener que bajar después al infierno porque no tengo experiencia suficiente en mi currículum vitae. Prefiero sentirme vivo aunque tenga que pagar el precio de mi entierro posterior. Y así pienso seguir viviendo, dispuesto a cruzarme en el camino con cosas de esas “mejores incluso de las que había planeado”, por mucho que dejen cicatrices. Prefiero vivir con los ojos abiertos, porque ya dijo Lennon que “living is easy with eyes closed”. Prefiero estar dispuesto a estrellarme mil veces contra el mismo muro si es lo que me hace feliz, con la esperanza de traspasarlo en algún momento. Optimista incombustible, con cicatrices invisibles, así prefiero a vivir.


7 jul 2016

La wish list.

Hoy siete de julio de dos mil diez y seis hace veintiocho años que a mi madre le dio por ponerse de parto a eso de las cinco de la tarde. Aparentemente me estaba ahogando con el cordón umbilical, o eso es lo que ella me ha contado, así que desde entonces -y a pesar de- tengo una querencia extraordinaria por esto de vivir. Qué cosas. 

Cualquiera que me conozca sabe que mi apego por lo material es casi inexistente, que valoro mucho más unas copas con amigos que un maletín de Loewe. Así pues, por si alguien se siente generoso hoy, voy a dejar una lista de las diez cosas que más me gustaría recibir, aun a sabiendas de que no me lee ningún jeque árabe que pueda dar rienda suelta a mis caprichos materiales e inmateriales confesables. Una especie de carta abierta a los Reyes Magos en pleno julio, vamos. Una wish list, que dirían los aficionados al uso de anglicismos como aplicar. Allá va:

1. Asistir a una representación de la Cavalleria Rusticana en el Teatro La Fenice de Venecia. 
2. Una primera edición, primera impresión A, de The catcher in the rye.
3. Una estilográfica Mont Blanc Meisterstück 149 platinado con mis iniciales grabadas. 
4. Ir al Pitti Uomo. 
5. Cenar en el Celler de Can Roca. También me vale comer, ojo. 
6. Ir a la Patagonia y visitar el Perito Moreno.
7. Asistir a un concierto de Frank Sinatra. Ya sé que es imposible, pero tampoco es que las demás sean demasiado realizables, así que…
8. Recorrer los Estados Unidos de América de este a oeste en un Mustang descapotable. 
9. Ser Doctor en Literatura Hispánica por la Universidad de Stanford. Esto no puede comprarlo el dinero, pero lo cambiaría por todo lo demás. 
10. Correr la maratón de Nueva York. Para esto necesito una rodilla derecha nueva, pero oye, por pedir que no quede. 

Si por casualidad hubiera algún familiar de Carlos Slim entre mis lectores (o el propio Carlos incluso), por favor, que no dude en ponerse en contacto conmigo a la mayor brevedad. Y si este no fuese el caso, que por otra parte considero altamente probable, pues nada, me conformo con el vinilo de Cold Fact de Rodriguez. Que es mucho más barato y además queda muy hípster.

4 jul 2016

Huérfano de peluquero.

Hace algunos años se me ocurrió acuñar el término huérfano de peluquero para señalar el vacío que había dejado en mi vida el cierre de la que, hasta aquel entonces, había venido siendo mi peluquería. Curiosamente, resultó que la expresión en cuestión ya había sido empleada por Arturo Pérez Reverte para referir un fenómeno similar. Quizás fue casualidad o tal vez se trató de pura criptomnesia, pero desde entonces he tenido la tentación de relatar mis ideas y venidas peluqueriles; y qué mejor momento para hacerlo que este ciclo de artículos que nadan entre lo trivial y lo absurdo. Más aún si cabe que los demás, quiero decir.

La primera vez que experimenté los sinsabores de la orfandad peluqueril tuvo lugar después de que, tras años rebajándome la melena, el que por aquel entonces empuñaba la tijera, decidiera irse a trabajar a otro lugar más cercano a su casa. La peluquería, que estaba regentada por hermanos, decidió sustituir al traidor número uno por otro de ellos que más tarde resultaría ser el traidor número dos. Desaparecidos los dos primeros, quedó sólo el fundador, que finalmente decidió echar el cierre e ir a cortar pelos a domicilio a los dueños de los yates atracados en Puerto Portals. Es decir, que en una misma peluquería, no sólo me rompieron el corazón tres veces, sino que de la noche a la mañana me vi en la calle con una melena como la de Sansón y sin un tijerillas que moldease mi envidiable cabellera.

Tras ello, pasé un cierto tiempo dando bandazos de sitio en sitio, buscando la cuadratura del círculo. Necesitaba un profesional que fuera lo suficientemente bueno con la tijera y al mismo tiempo lo suficientemente discreto como para no tener que cobrarle yo a él cada vez que me cortaba el pelo por ejercer de psicólogo. Probé aquí y allá, pero nadie llenaba el vacío que habían dejado aquellos tres hermanos de la desbrozadora. Llegué incluso a irme a vivir fuera, a tratar de encontrar a esa persona que me hiciese sentir especial sentado en el sillón, pero fue una labor completamente inútil. Primero di con una señorita que pareció ser la primera vez que empuñaba una maquinilla, y luego di con Richard -insistía en que le llamaba Ricardo- que lo más parecido que había visto a una tijera era un tractor.

Sin embargo, Dios aprieta pero no ahoga. En uno de mis regresos a la madre patria decidí probar en el lugar que otrora había ocupado una papelería y cuál fue mi sorpresa, se produjo el flechazo. Tijerazo va, tijerazo viene, mi nueva aliada no sólo me corta el pelo, sino que me recorta la barba mientras hablamos de cosas absolutamente triviales. Tal es el punto de mi conexión con el negocio que, si llegado el punto fuese necesario, estoy dispuesto a comprar la peluquería con un único objetivo: no volver, jamás, a quedarme huérfano de peluquero.


30 jun 2016

Sobre puentes y cruasanes.

Una de las características por las que siempre he creído definirme, es el hecho de que soy una persona poco impresionable. Tanto es así que mi hermano dice que si algún día me tocaran millones de euros en la lotería lo más probable es que apenas me inmutase. Y no le falta razón, la verdad. A lo largo de mi vida no he experimentado la emoción de la impresión en demasiadas ocasiones, sin embargo, existen algunas excepciones que sí me generan esa sensación, concretamente el Golden Gate de San Francisco y los cruasanes.

El primero de los dos, qué duda cabe, es una de las grandes obras de la ingeniería de la historia. Majestuoso, imperial, inmutable, vigila las aguas de la Bahía de San Francisco al tiempo que otea a lo lejos la Isla de Alcatraz, y da lugar a algunas de las mejores puestas de sol que he tenido la suerte de contemplar a lo largo de mi vida. ¿Pero qué es todo eso si lo comparamos con la textura indescriptible de un cruasán, con esa explosión de dulzura y bizcochabilidad?

Los cruasanes son, en efecto, la gran creación de la humanidad, el punto de inflexión que marca la diferencia entre la Prehistoria y la Historia (por mucho que se empeñen en decir que este cambio se produjo con el nacimiento de la escritura), la entrada del hombre en la modernidad. El propio Neil Armstrong, cuando le ofrecieron la posibilidad de ser el primer astronauta en subir a la luna preguntó a su jefe: “¿Hay cruasanes ahí arriba?”.

Blanditos y esponjosos, crujientes en su parte más inmediata, pegajosos algunos dado el almíbar que los impregna, son sin duda el mayor avance producido tras la rueda. Elixir de desayuno de domingo, amigo inseparable del café, el cruasán se configura a partir de un triángulo de hojaldre que se enrolla sobre sí mismo formando una media luna perfecta, más perfecta aún que aquella esfera perfecta de la que hablaba Platón.

Portador de felicidad, no hay placer comparable a comerlo lentamente, arrancándole sus cuernos en primer lugar, y desenrollando poco a poco el hojaldre que lo envuelve para terminar en lo más profundo de su tierno corazón. Inocentes y sumisos, a veces son presas de sacrílegos desalmados que los atacan con cuchillo y tenedor, que renuncian al placer del tacto de tamaña maravilla simplemente por el qué dirán.

¿Podría acaso haber algo mejor que un Golden Gate construido a base de cruasanes?


26 jun 2016

No era para tanto.

Cuenta la historia que Enrique IV, pretendiente protestante al trono de Francia, pronunció la famosa frase de “París bien vale una misa” en referencia a su posterior conversión al catolicismo, que sería lo que le alzaría finalmente con la corona francesa. A pesar de que la Wikipedia le otorga un origen probablemente apócrifo, el mensaje es claro: el fin justifica los medios. Es decir, que para conseguir un determinado objetivo, a veces es necesario utilizar tácticas que uno no desearía llevar a cabo. Nada nuevo, vamos.  

El caso es que el otro día estaba dándole vueltas, y dejando de lado el hecho de que en ocasiones el fin no justifica en modo alguno los medios, me di cuenta de que disfruto más del desarrollo de esos medios que de la consecución de los fines. Eso que dicen de que lo importante no es tanto llegar a la cima, como el desarrollo de la escarpada. Supongo, aunque no recuerdo bien, que ya he escrito sobre esto alguna vez (o al menos lo he pensado en el pasado), pero creo que nunca en estos términos.

Entre todas las misas que pueden valer un París, para mí se encuentra la cocina. Prefiero cocinar a comer, sí. Me gusta pasar horas pegado a los fogones, haciéndome pasar por alquimista, combinando ingredientes (todo a ojo, eso sí) y tratando de obtener un resultado que haga disfrutar a los demás. Valoro más el proceso de abrir una botella de vino en la cocina con amigos, cocinar mientras arreglamos el mundo entre nosotros, que el hecho mismo de sentarme a la mesa después a probar aquello, lo que sea que ese día haya salido. No me importa tanto el resultado como el tiempo que he empleado en conseguirlo.

No es esa, sin embargo, la única ocasión en la que se invierte la ecuación de los fines y los medios. La seducción, por ejemplo, todo el proceso previo al sexo, me resulta infinitamente más interesante que el resultado final (y no es que uno lo desdeñe). Disfruto mucho más de esas conversaciones que parecen partidas de ajedrez en las que uno tiene que pensar en cuáles serán las tres próximas jugadas, que del hecho de dar -o recibir- un jaque mate que acabe haciendo saltar todas las piezas del tablero. Prefiero un intercambio inteligente de palabras, que uno primario de fluidos. El sexo, que indudablemente me interesa, lo hace en gran parte como consecuencia, y no tanto como causa.

Otro ejemplo de esa dicotomía lo encuentro en la escritura. Me produce más placer enfrentarme a un folio en blanco, tratar de encontrar unas ideas razonadas y exponerlas con sentido, que el hecho propio de observar el resultado. Disfruto más tratando de encontrar la expresión exacta y rigurosa, como ahora, que vanagloriándome del impoluto resultado de las rimas. ¿Para qué quiero escribir endecasílabos si no puedo mancharme las manos de tinta mientras busco las palabras correctas?  ¿De qué me sirve a mí la forma, si no me paso un tiempo tratando de impregnar sentido al fondo?


Si total, por mucho que dijera Enrique IV, París no era para tanto.

14 jun 2016

Sobre vacas y tahúres.

Hay algunas personas por las que la vida simplemente pasa sin que ellas hagan el más mínimo esfuerzo por vivirla. Han venido a ser espectadoras del partido, pero en ningún momento se plantean jugarlo, y ni mucho menos tirar el tiro libre decisivo. Tienen una vida fácil, porque no arriesgan. No sienten, ni para bien ni para mal. No conocen las mieles de la victoria ni los sinsabores del fracaso. No saben qué significa la palabra plenitud porque su existencia está incompleta por definición. No tienen cicatrices ni historias que contar, noches de las que arrepentirse o mañanas que olvidar. Son, al fin y al cabo, como esas vacas que pacen tranquilas en un prado cercano a las vías, cuya única función consiste en ver el tren pasar, sin imaginar si quiera cuáles serán las historias cuyos pasajeros atesoran para sí.

Al mismo tiempo, existen otro tipo de personas que han interpretado que para obtener resultados es necesario hacer sacrificios. Que saben lo que es una balanza porque alguna vez han necesitado de sus platos para valorar a qué dan más importancia; aunque el brazo de repente se rompa y tire por la borda cualquier atisbo de decisión balanceada. Al contrario que las primeras, éstas van montadas dentro de ese tren que las vacas observan impertérritas, apostando a todo o nada en una partida de póker que se juega en el último vagón. Suelen ser valientes y determinadas, curiosas y atractivas, y tienen una característica fundamental: se resisten a conformarse con lo que, a priori, la vida les depara. Encajan bajo ese aforismo tan cierto de “la suerte se busca (señor Tudesky)”, y siempre tratan de convertir las amenazas en oportunidades.


La cuestión, al fin y al cabo, no es otra que saber si quieres ser la vaca que mira el tren, o el viajero que apuesta a todo o nada en el último vagón. Tú decides: o vaca o tahúr. 

9 jun 2016

Pero no puedo.

Puedo darte conversación en tus noches de insomnio.  Puedo invitarte a un concierto de Sabina sin tener si quiera entradas. Puedo llevarte a conocer el Monasterio, tomar algunos vinos en Croché, y un gintónic en El Horizontal. Puedo besarte por primera vez en la mesa que da a la ventana en el Only you de la calle Barquillo. Puedo comprarme unos zapatos para ir contigo a la ópera al Real y no desentonar. Amenazarte con ir a visitarte a Barcelona esas mismas navidades, y acabar plantándome en la estación de Sants la mañana de un 27 de diciembre. Puedo recorrer contigo la ciudad en bicicleta pese a no saber girar el manillar, comer arroz en el puerto, cenar sushi en la cama, croissants por las calles. Puedo hacer contigo un brunch y ver Gilda mientras me preguntas si estoy bien. Y despedirme de ti sin saber si volvería a verte más. 

Puedo pasarme días confeccionando a mano el Manual de instrucciones para no olvidar. Puedo mandarte una carta a la semana con una foto nuestra de ese viaje durante cuatro meses para que no te olvides de mí. Puedo llevarte a Ibiza a celebrar tu cumpleaños y ser yo quien se sienta regalado. Puedo regresar todo un verano a España mientras estoy fuera, y pasar gran parte de él contigo por el norte, dormir en un hotel de mala muerte para no dejarte sola y desquitarme con aquella habitación mágica del Silken. Puedo ir contigo a Comillas y hacer mil bromas de Primos. Puedo decirte que te prequiero yo también. Puedo ir y venir de Vitoria, esperarte en casa a que regreses de la presa en que trabajas. Puedo despedirme de ti en el aeropuerto un 12 de agosto, y regresar un 9 de diciembre después de pasar 60 días escribiendo cada noche para ti. Puedo pedirte que me esperes, aunque no tenga derecho a que lo hagas.

Puedo enviarte flores, regalos, y casi intentar presentarme por sorpresa en el Makkila cuando aún piensas que estoy en iuesei. Puedo ir contigo a la piscina sin ahogarme, salir a correr aunque nos cueste. Puedo ser capaz de no decirte cuál es mi regalo de Reyes aunque me estés preguntando todo el día. Puedo recogerte en la estación, llevarte un libro de Audrey Hepburn en el aniversario de su muerte. Puedo llevarte a Córdoba conmigo, presentarte a mis amigos al tercer día de haberte conocido, enseñarte los mejores perritos calientes de Madrid. Puedo presentarme en Cádiz apenas sin hotel y sin maleta, recorrer 1.400 kilómetros en 3 días porque merece la pena verte. Puedo soportar que me hagas cosquillas.

Puedo regresar a España a buscar trabajo de abogado porque quiero estar contigo. Puedo sacrificar la oportunidad de vivir en otro sitio, en mejores condiciones, sólo porque tú estás aquí. Puedo luchar contra la incertidumbre, sobreponerme a ella, ser optimista incluso cuando sé que las circunstancias no acompañan para nada. Puedo cuidar de ti cuando me necesitas, escucharte cuando nadie más lo hace. Puedo regalarte mi iPhone para que puedas verme por Facetime mientras estamos lejos. Puedo levantarme antes que tú e ir a comprarte croissants. Puedo llevarte el desayuno a la cama. Puedo prepararte los mejores vermús. Puedo "cometer todo delito que este amor exija, quieta ahí tus labios o la vida".

Y sin embargo, ya ves, después de hacer todo esto, de dejarme los cuernos un año y medio luchando por la persona con quien habría querido compartir mi vida, no he podido conseguir que sigas enamorada de mí. Que era el objetivo principal de hacer todo lo demás.

2 may 2016

Atrapado en el tiempo.

Hace algunos días ya que empecé a despedirme de este sitio, que empecé a tomar conciencia de que justo dentro de una semana estaré cogiendo ese avión que me devuelva a Madrid para descubrir aquello, lo que sea, que la vida me tiene preparado a partir de ahora. Y lo cierto es que desde el primer día que comencé a tener esa sensación se me está atragantando todo, desde decir adiós a mis estudiantes, hasta pasear por el margen del río -que otrora fue un momento catártico-. Llevo días intentando escribir, describir esta sensación de vacío que tengo, y no soy capaz. No me salen las palabras, que al final es la única manera que tengo de dar forma a este sentimiento tan jodido.

Últimamente todo sabe a despedida, las canciones que escucho, los lugares a los que voy, la gente a la que veo, la comida que como, y hasta las calles por las que transito con mi bici. Todo se ha convertido en el escenario de un adiós que no acaba de empezar, pero que tampoco alcanza a terminar. Estos últimos días la vida se ha convertido en una deriva permanente marcada no sólo por el hecho de dejar este lugar en el que soy feliz, sino por la venida de un futuro incierto en un país que, a fuerza de observar desde este lado, he dejado de sentir como mío.


Y así es cómo transcurre el tiempo últimamente, tratando de disfrutar esa agridulce sensación de abandonar Alabama para recalar de nuevo en Madrid -o donde sea-. Que de repente, y sin querer, me he convertido en Bill Murray en Atrapado en el tiempo, escuchando día sí día también el I got you babe de Sonny & Cher cuando amanezco. Y lo único que quiero a estas alturas es, de una vez por todas despertarme y sentir que por fin “hoy es mañana”. 

10 abr 2016

Una certeza de ti.

Tengo una maleta llena de dudas, de preguntas sin respuesta, que se afanan en salir de vez en cuando y amargarme la mañana. Las cuento por decenas. Son todas dudas de hecho, razonables, que esperan sentadas solución, remedio para el mal del cual padecen. Aporías incluso a veces. Paradojas y dilemas que se resisten a ser resueltos en un futuro cercano. Dudas temblorosas que, sin alcanzar la categoría de problema, alcanzan a quitarme el sueño.


Atesoro también, y sin embargo, para compensar tanto vaivén dubitativo, un resorte inexorable que permanece inmutable e impertérrito, que en días como el de hoy, en los que me sobran siete horas de huso horario, hace que me olvide mi maleta. Consigue hacerme recordar, al fin y al cabo, que mi única certeza aquí eres tú.

27 mar 2016

Sobre redes sociales.

Desde hace algún tiempo, vengo pensando que el auge de las redes sociales, que tantas cosas buenas han tenido, ha conllevado, a largo plazo, una devaluación de los estándares. Jamás ha habido tanto contenido como hay ahora, y jamás había tenido éste -salvo contadas excepciones- tan poca calidad.

Si pensamos en Twitter, por ejemplo, el hecho de que cada persona pueda tener una cuenta en la que vierta sus opiniones o comparta sus contenidos, ha generado una suerte de ilusión de talento que, en muchos casos, no se corresponde sino con el surgimiento de nuevos becerros de oro. La red del pájaro azul ha contribuido a democratizar la opinión, a generar una sensación de que todas las opiniones, todos los pensamientos, tienen el mismo valor. Y ciertamente, no siempre es así. Por obvio que pueda parecer (y en Twitter la mayoría del tiempo no existe la obviedad), no cualifica igual la opinión de un especialista sobre algún tema, que la de un mero espectador interesado.

Allí, muchas veces se confunde el ingenio con el conocimiento, y ello a menudo contribuye a que, esos becerros de oro sean adorados por las masas sin que éstas se cuestionen en modo alguno su discurso. Twitter está matando el espíritu crítico, tanto que cada vez son menos los que se paran a contrastar si aquello que están leyendo, venga de la fuente que venga, es o no cierto. Se han (nos hemos, a veces) acostumbrado a que les (nos) den la información ya masticada, y ya ni si quiera se molestan (nos molestamos) en pasar del mero titular.

En Twitter se encuentra uno con personajes que, sólo por el hecho de tener más de mil seguidores y mucho tiempo libre, se creen en condiciones de refutar a Kant en 140 caracteres, o de dar lecciones de moralidad a todo el mundo porque sí. Con una serie de quincalla formada por opinadores profesionales, aspirantes a tertulianos de programas marujiles, que se creen que, por tener un cierto público en una red social, ya son dignos de no ser tosidos por el resto. Y lo que es peor, admirados.

Sin embargo, no es Twitter la excepción, sino más bien lo contrario. Si pensamos en Instagram, los resultados no son mucho mejores. Allí, cualquiera con un teléfono, cuatro filtros, y un discurso de filosofía barata debajo de su foto, es susceptible de ser llamado fotógrafo. Pero no sólo eso, sino que cualquier fulano con un cierto número de seguidores, se cree en condiciones de compararse a sí mismo con Annie Leibovitz.

Y exactamente lo mismo pasa con los blogs, donde existe una reala de plumillas de medio pelo que escriben con el corrector ortográfico de Word para tapar sus carencias más básicas, que difícilmente distinguen un ensayo de unos alejandrinos, y que muchas veces tienen la osadía de autodenominarse escritores, como si fuesen dignos de compartir epíteto con el mismísimo Cervantes.

Todo esto, que parece algo muy obvio, a veces se olvida. Vivimos en la época del ego, del aplauso, de esperar una respuesta positiva por parte de los demás, y a veces olvidamos que, efectivamente, ni todas las opiniones son cualificadas, ni todas las creaciones pretendidamente artísticas son arte. Quizás sea hora de empezar a ser un poco más humildes, y de asumir que no por el mero hecho de tener muchos seguidores uno es líder de opinión, ni se es fotógrafo por subir una foto al Instagram, ni escritor por -como estoy haciendo yo ahora- publicar un texto en un blog. Y en último término, y ya como espectadores, tal vez sea el momento de empezar a ser más selectivos con lo que nos llevamos a la boca.  


15 feb 2016

Buenas noches, Madrid.



Te miro discreta, Madrid, como quien te quiere despacio. Lejana y absurda, envuelta en interrogantes, disfrazada de madrugadas eternas y vacías; vistiéndote deprisa. Abandonada a la suerte de algún postor que mejore tu apuesta, que te llene de vida efímera e inmortal. Te miro, Madrid, y me entran ganas de robar pasos de cebra en tu Gran Vía, de sacudir tu M40 de esa atmósfera de polvo. Incorruptible y maldita, esta noche te estoy soñando, Madrid, más mía que antaño, y más cerca que ayer.

8 feb 2016

Lo que hemos avanzado.


Corría el año 2010 cuando, en un curso de verano de la Universidad Complutense sobre los problemas de la justicia en España, asistí a una conferencia del ya fallecido Manuel Jiménez de Parga. El hombre, que por aquel entonces ya superaba los ochenta, al margen del contenido jurídico del curso, nos contaba a los asistentes cómo había cambiado el mundo, y en particular, lo mucho que le maravillaba poder comunicarse con algunos de sus nietos que vivían fuera de España. Hacer Skype, y poder casi tocarles la cara aunque estuviesen en la otra punta del planeta; algo impensable años atrás. “Ay que ver, ¡lo que hemos avanzado!”, decía.

A mí, que por aquel momento ni siquiera había terminado la carrera de Derecho, no sé muy bien por qué se me quedó grabado aquello. Con los años, y sin saber aún cómo, me convertí en ese nieto de Jiménez de Parga que vivía fuera de España y se comunicaba con los suyos a través de la pantalla de un ordenador, o una tablet en mi caso. Tanto fui el nieto, que el martes pasado, la que tornaba octogenaria era mi abuela, y tuve la suerte no ya de poder felicitarla, sino de hacerlo viéndole la cara, como si en lugar de estar a más de 7000 kilómetros de mí, hubiera estado sentada soplando las velas en el salón de mi casa. 

Hay pocas cosas más reconfortantes en el exilio -léase esta palabra en el sentido que da el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en su primera acepción- que la de ver a aquellos a los que se echa de menos. Pocos momentos en los que se sienta uno como en casa, más que aquellos en los que puede ver a través de la pantalla a quienes ha dejado allá, en su lugar original. Y es por eso que, cada domingo por la mañana, normalmente después de desayunar, me siento frente a la pantalla de la tablet o el teléfono para llamar a casa, y me acuerdo de aquella conferencia mientras pienso eso de: “Ay que ver, ¡lo que hemos avanzado!”.