30 ene 2022

El existencialismo cómico.

Algo que siempre me ha llamado la atención del existencialismo es que es una cosa muy seria. Da igual que la vida a veces sea una comedia o un drama. Existir es, en sí, una actividad que conlleva sobriedad, y hasta parece que queda mal tomarse a la ligera esto de ser. Ya sabéis, no vale con respirar y latir, hay que tener preocupaciones vitales y responder a preguntas profundas a diario. No vaya a ser que entre carcajada y carcajada venga alguien y ponga en duda las propias limitaciones de la condición humana. O peor aún, lo fugaz e irrelevante de nuestra existencia. El mínimo exigible para cualquier persona de bien es estar preocupado porque el universo se expande, como el niño aquel de Annie Hall. 

Cabría pensar entonces que existe algo un tanto contradictorio —oximorónico que dirían ahora los cursis— en contemplar la posibilidad de un existencialismo cómico. Sin embargo, si algo no tuvo en cuenta la contradicción al inventarse a sí misma, fue que un día habría un tipo bajito y fumador que daría al traste con ella. El señor en cuestión se llamaba Enrique Jardiel Poncela. Y el texto que echó por tierra la seriedad del existencialismo fue Cuatro corazones con freno y marcha atrás, una obra de teatro en la que cinco de sus personajes deciden tomar unas sales que les garantizan la inmortalidad, resolviendo así el mayor problema que tienen: para poder vivir la vida que quieren, en el mejor de los casos, necesitan que pase muchísimo tiempo. 

Jardiel Poncela, injustamente denostado a lo largo de los años, utiliza el argumento de la obra para cuestionar de una forma cómica los peligros de la inmortalidad. Así, desgrana uno tras otro los sinsabores que van unidos a vivir en medio de la eternidad: desde asistir a más de tres mil doscientos entierros, hasta verse perdidos entre una generación que no pueden comprender. “Se ama la vida porque se sabe que va a concluir”, apunta uno de sus personajes, hastiado por una existencia sine die que ha perdido todo el sentido. Son corazones con freno, dice, a fuerza de saber que latirán siempre, tienen la impresión de que no laten ya. 

El texto tiene miga, claro. En un plano superficial es innegable el divertimento que cada una de las situaciones diseñadas para el gag teatral posee. Sin embargo, la obra alberga una lectura subyacente en la que, efectivamente, se habla sobre algo más profundo. En ésta se cuestiona el materialismo y se pone en tela de juicio una viciada escala de valores. Se muestra la importancia de priorizar aquello que de verdad es importante y se habla, a través de la constante broma, de una cosa mucho más seria: la necesaria finitud del periplo vital. 

El éxito de Cuatro corazones con freno y marcha atrás no está simplemente en ser capaz de tornar un drama en una comedia, sino en escoger un tema tan universal. Las preocupaciones que muestran sus personajes, a pesar del paso innegable del tiempo —se estrenó en 1936—, escapan por completo al momento de su escritura. Es la atemporalidad de la reflexión lo que hace grande al texto. Eso, y que demuestra que la muerte es, en realidad, lo que da sentido a la vida. Su lectura te pone frente al espejo y te pregunta: ¿a qué quieres dedicar tu tiempo: a tratar de resolver el misterio de la existencia, o a disfrutar del movimiento de las olas sin preocuparte de desentrañar el mecanismo que las mueve?

23 ene 2022

Gattaca.

Cuando allá por los 90 Andrew Niccol escribió Gattaca, no se le pasó por la cabeza que casi 25 años después de su estreno, un domingo por la mañana, alguien estaría escribiendo sobre ella desde su sofá de Nashville. Y sin embargo, ocurrió. Está ocurriendo, vaya. Este suceso, inimaginable para él entonces, es, de hecho, algo similar a la premisa que regula la película: es posible que exista una única posibilidad entre cien de que algo no suceda y, aun así, que no acabe sucediendo. La fe, en último término, no admite prueba en contrario. Donde existe esa creencia que escapa a los límites de la razón poco importa la estadística. ¿Una posibilidad entre un ciento? Perfecto, tú dámela que yo me aferro a ella y vivo. Duda tú si quieres. Yo voy a creer, como si jugara para Ted Lasso.

Casi seis décadas antes de que Niccol empezase a escribir la película, en 1927, Werner Heisenberg formuló el Principio de incertidumbre, según el cual es imposible medir cuál es la velocidad y posición de una partícula con plena exactitud, incluso de forma teórica. Al parecer, la observación del elemento introduce una variable que hace que no sepamos realmente cuál es su estado natural, por lo que si conocemos muy bien su velocidad, no podemos conocer perfectamente su posición. Y viceversa. O sea, que igual la certeza es algo menos categórico de lo que pensamos.

El tema principal de Gattaca es que es posible conocer, desde el momento del nacimiento, la causa de la propia muerte. Un simple test genético al nacer te convierte en un completo paria o te sitúa en lo más alto de la cadena. Así, en la película, a los diez segundos de llegar al mundo ya se sabe que el corazón de Vincent Anton tiene un 99% de posibilidades de pararse. O lo que es lo mismo, sólo un 1% de posibilidades de no fallar jamás. Su condición congénita le convierte, de forma automática, en un no apto. Él, no obstante, se aferra a esa ínfima posibilidad de que sus latidos nunca se paren. Tiene fe en sí mismo porque ha entendido algo importante: mientras el músculo siga latiendo, su sueño permanece intacto. Así, abrazando lo improbable, es como llega a entrar en Gattaca y despegar rumbo a Titán.

Jerome Morrow, que así es como se hace llamar Vincent tras tomar prestada una identidad ajena, es el perfecto ejemplo de lo que no es posible. De él se puede aprender lo que es el esfuerzo. ¿De verdad quieres algo? ¿Pero cuánto lo quieres? Dime qué estás dispuesto a sacrificar para conseguirlo, incluso sabiendo que tienes todo en contra. No sólo es el epítome de lo que significa tener fe, sino también de lo que supone la tenacidad. Es la prueba viviente de que la pasión es un valor seguro. 

Sospecho que cuando Niccol dirigió Gattaca no pensó en Heisenberg. Pero en cierto modo ambos hablaban de lo mismo: no importa cuánto se aproxime algo a una certeza, siempre existe un pequeño resquicio de duda. Una rendija de probabilidad. El futuro no está escrito y el hecho de que algo sea probable no significa, de facto, que sea seguro. Existe una incertidumbre consustancial a la propia condición de estar vivo. Que no se pueda determinar la velocidad y la posición de algo con exactitud sólo prueba una cosa: que ese algo existe y que todavía está en movimiento. Un poco como el corazón de Jerome, que a pesar de que todo apunta a que en algún momento va a fallar, para el momento en que sube al espacio ya lleva veinte mil latidos de más. 

16 ene 2022

El Quijote.

El Quijote hay que leerlo, te pongas como te pongas y te cueste lo que te cueste, porque es un tratado vital. Cervantes, que además de manco debía de ser un cachondo, se marcó una especie de Austin Powers a lo siglodeoro en el que a través de la parodia de un género —el de caballerías— te cuenta todo lo que tienes que saber de la vida. Aquel Pierre Menard de Borges, casi sin que te des cuenta, te va desvelando poco a poco el misterio de estar vivo y la necesidad de celebrarlo a cada instante. Alonso Quijano, a quien “del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro” es un antihéroe, pero un antihéroe valiente. A su muy predicada locura se une la de Sancho, que no por ser cuerdo está menos loco que su amo; al fin y al cabo le sigue, a pesar de saber de sobra que los gigantes son, en realidad, molinos de viento. 

En el Quijote está todo. Y yo no me cansaré nunca de repetirlo. Las dos partes —tres si contamos el apócrifo de Avellaneda— son, en el fondo, un manual de conducta y no sólo unas meras normas de supervivencia. Un cómo existir y no tanto un cómo pasar por el mundo. Don Quijote, que no Alonso Quijano, nos demuestra que la vida hay que vivirla sin miedo. El tipo lucha batallas y sale muchas veces trasquilado. Otras, como la del Caballero de los Espejos, las gana de casualidad. Pero le da igual, porque vivir es eso. Es poner todo lo que uno tiene sobre la mesa y esperar que la moneda caiga de cara. ¿Qué a veces hay que desafiar a unos leones adormilados? Pues sí ¿Qué hay que dejarse caer por la cueva de Montesinos y soñar? Claro. ¿Imaginar que uno vuela sobre Clavileño? También. Que no todo va a ser surcar los campos tratando de “desfacer agravios y enderezar entuertos”. 

En los años 40, en su Guía del lector del Quijote, Salvador de Madariaga —don Salvador para Garci— desarrolló una teoría en la que hablaba de cómo hacia la mitad del libro se produce un fenómeno de quijotización de Sancho y sanchificación de don Quijote. Según él, los personajes experimentan una suerte de transmutación identitaria y conforme uno va abrazando paulatinamente la locura, el otro se va asesando. Así hasta el final, cuando el Caballero de los Leones, ya en su lecho de muerte, recobra la cordura.

Consciente de la necesidad de cerrar la saga para evitar curiosos impertinentes que escribieran un cuarto apócrifo, Cervantes decidió acabar con Alonso Quijano (que no con don Quijote). Lo hizo, además, reservando una de las mayores enseñanzas del libro para el final y poniéndola en boca del personaje más sabio de todos: Sancho. Ocurre en el capítulo 74, con el moribundo hidalgo postrado en su cama, cuando su escudero le dice: “No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía.” 

Y qué razón tiene. Sancho, no Madariaga.

8 ene 2022

Como los erizos.

En su Dilema de los erizos, Schopenhauer habla de cómo éstos, en una mañana de frío, se acercaban los unos a los otros para mantener la temperatura. Al juntarse, sin embargo, se pinchaban con las púas y sentían dolor. Así que debían decidir: o estar cerca y notar esa punción, o alejarse y morir congelados. En el prólogo de Donde habite el olvido, epítome poético del desamor, Luis Cernuda lo recogió de manera más lírica al decir: “Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos.”

Cuenta Cuartango en su Elogio de la quietud que, meses antes de morir, Miles Davis se encontró con Juliette Gréco en París y al cuestionarle ésta si alguna vez se arrepentía de haberla dejado, aquel respondió “No importa el día o el rincón del mundo donde yo estuviera. Allí estabas tú”. Cuenta también que cuando Jean Paul Sartre le preguntó por qué no se habían casado, su respuesta fue “Porque la quiero demasiado para hacerla infeliz”. Su relación, al parecer, era algo imposible, pues la sociedad americana de los 60 jamás habría comprendido un matrimonio entre un músico negro y una cantante blanca.

A menudo, cuando no me entiendo demasiado a mí mismo, vuelvo a la primera frase de Davis y me viene a la cabeza el sacrificio que tuvo que hacer para permitir ser feliz a Gréco. Ahora que vivimos en la época del yo, que el individualismo ha devorado a todo aquello que escape a la esfera personal, me llama la atención el gesto. Ese dejar ir en defensa, no propia, sino ajena. Te abro la puerta porque te quiero, independientemente de que sea yo el que sufra el menoscabo. El que, vaya donde vaya, estará siempre pensando en ti. 

Esa manera de amar de Davis es, en realidad, una forma de amor aún más pura que el querer. Renunciar al otro para permitirle ser feliz. Amputarse una mitad para que ésta sobreviva es un acto de altruismo que no está al alcance de cualquiera. Al dar puerta a Gréco para que siguiese su camino alejada de él, no estaba dejándola, sino haciéndole la mayor declaración de amor posible: anteponer el bienestar de ella al suyo propio. Él lo comprendió rápido: liberarla era la mayor demostración de ese afecto que le profesaba. 

Habrá quien no lo entienda así, pero irse es, a veces, el mayor acto de amor. En ocasiones es la única salida, la única manera de seguir. Al dejar a Juliette, Miles no sólo estaba haciendo un sacrificio personal, un acto de heroísmo emocional, sino que se estaba condenando a sí mismo a un perpetuo estado de añoranza. Allá donde yo estuviera, estabas tú, le dice demostrándole que lo que se acabó en su momento fue el romance entre ambos. Pero nunca el amor que sentía por ella. 

La historia de Miles y Juliette es la excepción que confirma la regla de la paradoja planteada por Schopenhauer. Al separarse de Gréco, lejos de sentir el alivio de la distancia, comenzó a experimentar la angustia de la punción fantasma. Allí donde yo estuviera, estaban tus púas, le faltó decir. 

2 ene 2022

Sorrentino.

El otro día vi la última de Sorrentino —que para mí en realidad era la primera, pues siempre llego tarde a todo— y me pareció que era un acto de rebeldía. Una reivindicación de la belleza en este parque temático de la mediocridad en que hemos convertido el mundo. En ella, Fabietto, que es el alter ego del propio Paolo, lucha por comprenderse a sí mismo mientras casi todo a su alrededor se desmorona. Reflexiona sobre los porqués de su existencia y acaba llegando a la conclusión —esto lo sabemos por el resultado de la cinta— de que no vale sólo con hacer las cosas: también hay que hacerlas bonitas. Un poco como Buzzlight Year, que no estaba claro si volaba, pero a buen seguro caía con estilo.

Sorrentino está obsesionado con filmar el punto de fuga y yo desde que vi la película estoy obsesionado con Sorrentino. Plano tras plano, escena tras escena, muestra que la vida es un camino sin retorno. La imagen se acerca misteriosa hacia el fondo, del mismo modo que todos caminamos de forma inexorable hacia la orilla más próxima del Leteo. Más allá de la evidencia gráfica del proceso, el movimiento de la cámara deja un mensaje: ya que hay que caminar hacia adelante, ya que algún día miraremos a los ojos a la muerte, tratemos al menos de hacerlo bajo un criterio estético. Como el ruido incesante de las motoras cuando surcan las olas en el mar, que hacen “tuff… tuff… tuff”.

Ya casi al final, Fabietto se encuentra con Capuano y éste le dice que no vale sólo con que le pasen cosas: ¡es necesario tener algo que contar, Schisa! Así que, apropiándome de la frase, he decidido que ese va a ser el criterio de 2022 y de esta pequeña columna semanal. Tratar de contar lo que me pase (por la cabeza) y hacerlo además persiguiendo la belleza. El objetivo es claro: evitar sentarme a escribir lo que debo, que es por norma mucho menos apetecible que lo que no. Seamos serios, después de más de un año de retraso, me engañaría a mí mismo si les dijera lo contrario: la tesis puede esperar.