21 dic 2021

La seducción vs. El sexo.

Hay algo en la seducción que no existe en el sexo. Un atractivo que se desvanece en el momento que se constatan la camisa tirada por los suelos y los labios enredados, haciendo caso omiso de los límites mentalmente establecidos un segundo antes. Seducir es entregarse a la mera posibilidad de que no haya un punto de retorno y aceptarlo con todas sus consecuencias. El sexo no es tanto expectativa, sino más bien un notario que da fe del resultado del flirteo. Un acta de manifestaciones. Un reunidas las partes que registra que ya existe tonteo tanteo. Es constatar, sin más escudo que la piel, que tu intuición era correcta. La seducción en cambio es un juego, una batalla mental en un tablero que desemboca en una guerra fuera de él, y cuyas reglas se van creando sobre la marcha. Consiste en saber mover con destreza las piezas en el laberinto de los intereses mutuos. El objetivo último es dar jaque mate en cinco movimientos a tu oponente para después insuflarle vida. Da igual que ganes o pierdas la partida porque el premio es siempre celebrar el resultado y nunca hacerlo solo. Ahora bien, arrancarse la ropa a dentelladas lo puede hacer cualquiera, pero seducir no está al alcance de todos.  

La seducción forma parte del constante ensayo de la vida, es un prueba y error que se repite. El sexo no, el sexo es la antesala permanente de la (pequeña) muerte. 

14 dic 2021

Diario de un impostor - III.

Lo escribo aquí porque no lo quiero olvidar.

Hace unas semanas, hablando con Pablo mientras regresaba a casa de madrugada después de liar una en Madrid (él, no yo), me di cuenta de que no tenía sentido que viniera a Nueva York y no apareciese yo por allí. Así que, sin que supiera nada, me compré un billete y me planté el viernes después de Acción de Gracias con la connivencia de Bill. Al entrar por la puerta de casa me encontró sentado en un taburete en la cocina, bebiéndome una cerveza y comiendo queso, y después de decirme que no se lo esperaba para nada me confesó que llevaba semanas rajando de mí por no querer subir a verle. Lo cierto es que pensaba escribir la tesis esos días, pero pensé: “Llevo un año para escribirla, no creo que por retrasarlo un poco más pase nada”. Y así fue. Aquí sigo, con la tesis sin escribir, y con la deflagración bancaria típica tras un fin de semana en esa ciudad del demonio. 

Aquella misma noche estuvimos en un club de Jazz llamado Smalls escuchando a un cuarteto. Antes de entrar, mientras hacíamos cola a la intemperie, vimos al saxofonista llegar en bicicleta y aparcarla en la puerta. Eran casi las diez y hacía un frío horrible, así que no pude evitar pensar en lo duro que tiene que ser tocar el saxo para ganarse la vida en una ciudad tan descomunal. Ya dentro, nos sentamos a la orilla del escenario y pasamos cincuenta minutos viendo cómo el trombonista, en uno de sus solos, le atizaba en la cabeza a la camarera mientras pasaba frente a él. En primera fila había una chica de unos veinte largos o treinta cortos haciendo vídeos y subiéndolos a su Instagram, y me recordó algo que escuché en un podcast recientemente: que la gracia de ciertas cosas es que existen para ser vividas en el momento y no reproducidas después. También me pareció que tenía un tipo de belleza de otro tiempo y me resultó muy atractiva. Pero eso, claro, quedó entre ella y yo. O entre yo y mí mismo, más bien.

Después de eso fuimos a Bathtub Gin a tomar un trago y me acordé de Garci y Alfredo Landa y aquellos dry martinis neoyorkinos de los que hablan a veces en Cowboys. Me pedí un gintónic y me salió rana (no como los que me bebí allí en julio), y para colmo, la camarera me entendió mal y me acabó sirviendo otro. Así que terminé por hincar el pico y suplicando clemencia para que me llevaran a casa bajo la promesa de que al día siguiente daría la talla. Estos dos, que son unos intrépidos, se fueron a tomar la penúltima tras dejarme en el sofá y a los diez minutos volvieron, congelados y dándome la razón. Todavía no han aprendido que las noches hay que acabarlas siempre en el mejor momento. 

Al día siguiente fuimos a ver el iron bowl en un bar de Chelsea donde se reúnen los exalumnos de Alabama para ver los partidos de fútbol. El de la mesa de al lado, un italoamericano que no cumplía los 70 y habría roto un etilómetro a trescientos metros con sólo echar el aliento, se nos acercó muy graciosete y nos dijo: “Can I be honest with you guys? You need to come out of the closet”. Así es que, por no explicarle que la noche anterior habíamos secado el Hudson entre los tres y preguntarle si sabía dónde quedaba Parla, nos levantamos y nos fuimos a Brooklyn a un partido de los Nets. Alabama acabó remontando y ganando en la cuarta prórroga. No así los Nets, que no se comieron un colín. Eso sí, tuvimos la oportunidad de ver a un exjugador de baloncesto como James Harden hacer un triple doble. Algo es algo.

Esa misma noche, ya de vuelta en el Upper West, estábamos tomando una cerveza y comiendo algo, casi listos para irnos a casa, cuando de repente todo degeneró por completo. Andábamos sentados en la barra, que a partir de cierta hora es el lugar donde suceden los milagros. Al girar la cabeza, vimos a Pablo dado la vuelta, hablando con la mujer sentada a su derecha. Y sin saber muy bien cómo, tres horas más tarde estábamos en esa misma barra, ya de pie, con cuatro o cinco cervezas más en el cuerpo, no sé cuántos chupitos de vodka, y dispuestos a subir, junto a ella y su novio, al apartamento de ésta. Yo, que soy desconfiado por naturaleza y poco dado a estos desmanes, me quería ir a casa. Sin embargo, no tuve más remedio que subir. El ascensor, con todos dentro, empezó a pegar tirones y a descolgarse unos metros mientras subíamos y pensé que una de dos: o íbamos a morir en caída libre o aquello era el preludio de un estrepitoso declive. Así que allí acabamos, bebiendo Peroni en un duodécimo piso en Amsterdam con la setenta y seis donde había colgados dos Keith Haring en la pared. De ese rato omitiré detalles varios porque la elipsis es, a veces, la mejor forma de contar. El caso es que en un momento de lucidez conseguí que saliéramos de allí y empecé a dudar seriamente de las intenciones que albergaban nuestros huéspedes. Al bajar a la calle, ya libres, estaban cayendo unos copos como puños y me arrepentí de haberme cortado el pelo el jueves en un momento de locura transitoria. 

El domingo ¿hicimos? ¿nos fuimos de? ¿comimos? brunch en un sitio de cuyo nombre nunca me acuerdo y recorrimos Central Park rememorando batallitas de la noche anterior. Lo bueno de salir con amigos es que las aventuras se viven dos veces: cuando las experimentas en el momento y cuando las reconstruyes al día siguiente. Pablo, en su incesante esfuerzo por destrozarnos la vida, se empeñó en comprar cervezas, así que allí fuimos. Al llegar a casa vimos el golazo de Vinícius al Sevilla y después puse Vivir es fácil con los ojos cerrados porque tenía que enseñarla el martes. 

El lunes, exhausto, regresé a casa después de patear la ciudad por la mañana con Potuto, comer bagels, beber café y visitar el edificio de Friends. Al meterme en la cama pensé en que estaba tan cansado como feliz. Y me pareció que pasar tiempo con la gente que quieres es, en realidad, la verdadera unidad de medida de la felicidad. 

Y que esa era una buena manera de resumir aquellos cuatro días.