Es bastante conocido (o al menos yo lo he escuchado varias veces) que en octubre de 1938, en la noche de Halloween, un joven Orson Welles agarró el micrófono de la radio y, tomando por las solapas La guerra de los mundos (1898) de Herbert George Wells, creó el caos entre la audiencia estadounidense mientras narraba una invasión alienígena. Al parecer hubo radioyentes que conectaron en mitad del programa, sin escuchar la introducción, y creyeron que la tierra estaba siendo asaltada por una banda de seres intergalácticos. Algo así como La casa de papel, pero muchísimo más creíble. El público entró en pánico y montó una pajarraca tremenda, por lo que al bueno de Welles —léase esto con la voz de Eduardo Torres Dulce— no le quedó otra que pedir perdón a todos aquellos que se la habían tragado por completo, confirmando así que cada época tiene sus ofendiditos.
Antes de que don Orson armase el taco americano, sin embargo, en España hubo un pirómano —de fogueo, claro está— que quemó el Museo del Prado. Ocurrió el 25 de noviembre de 1891. Fue en una crónica de El Liberal titulada “Incendio del Museo de Pinturas”. En ella Mariano de Cavia, ataviado como un reportero bombero, narraba con todo lujo de detalles cómo el fuego se había iniciado en una de las dependencias del museo donde los empleados usaban fuego para cocinar con total ligereza, como si preparar el pilpil mientras se analizan Las Meninas no fuesen cosas compatibles.
El artículo, muy serio pero muy irónico, contaba cómo el Ministro de Fomento, el señor Linares Rivas, había resultado herido en un hombro tras haber entrado a tratar de extinguir el fuego. Al final, eso sí, reconocía que todo había sido una mentirijilla y que aquello era la crónica de algo que podría suceder de no tomar el Gobierno las medidas oportunas: “Ahí va, en brevísimo extracto, la reseña de los tristes sucesos… que pueden ocurrir aquí el día menos pensado”. Una revelación que según La dinastía, un periódico de Barcelona, llegó un poco tarde, pues según publicó en su edición del 30 de noviembre, “Casi nadie tuvo paciencia para acabar de leer el artículo y por ende casi nadie se enteró al primer pronto de la clave”. Y claro, pasó lo que pasó.
Al parecer, según cuentan algunos medios de la época, no fueron pocos los curiosos que se acercaron disfrazados de Nerón con su arpa a ver arder el museo. La voz del incendio fue corriendo de boca en boca y quien más y quien menos pensó que aquello era el final de la pinacoteca. La crónica no fue muy bien recibida por otros medios contemporáneos más conservadores, quienes se apresuraron a buscar el frasco de las sales para tratar de calmar los jipidos. El correo militar del 26 de noviembre se lamentaba de lo que consideraba una “humorada, de muy dudoso gusto”, al tiempo que lo tildaba como un “pifia del escritor y del periódico”. Mientras, La unión católica, del mismo día que la publicación de Cavia, clamaba amargamente que El Liberal había “llevado la alarma a infinidad de suscritores suyos y a otra infinidad de personas que escuchaban las referencias de los lectores de dicho periódico”. Por supuesto, aludía a cómo el periódico infractor había “dado un mal paso, no ya solo en el orden moral, que esto es lo más importante, no solo en el orden jurídico […] sino hasta en el orden de sus intereses”. Reproches, todos estos, que como era de esperar no se convertirían en disculpas cuando días después se empezaron a tomar medidas concretas para evitar una hipotética tragedia.
Al día siguiente del ignífugo suceso, en la portada de El Liberal, Cavia publicó otro artículo titulado “Por qué he incendiado el Museo de Pinturas”. En él habló de los diferentes incendios y catástrofes que se habían ido produciendo por la geografía española y sobre los cuáles la prensa sólo pudo poner el certificado de defunción. El texto, después de explicar sus razones y hacerse eco de ciertas reacciones, terminaba diciendo: “Ayer hubo gentes que lloraron… por lo que tiene facilísimo remedio. ¿No es esto mejor, y más sano para la patria, que llorar por lo irremediable? Hemos inventado una catástrofe… para evitarla”.
Y así fue como Mariano de Cavia, usando la palabra por manguera, apaciguó el falso fuego y salvó al Museo del Prado de las hipotéticas llamas.