Antes de que todo el monte dejase de ser orégano y las autoridades decretasen la pandemia de la hiperpolitización de la vida, uno podía admirar a la gente por su trabajo. A quien le gustaban las canciones de alguien, simplemente lo escuchaba, sin pararse a preguntar si cojeaba de este o de aquel otro pie, y sin cuestionar el valor artístico de la obra en función de la ideología de su creador. El mundo entonces era un sitio normal donde las personas todavía se reunían en torno a sus afinidades y las ideas de cada cual eran exactamente eso: las ideas de cada cual. Con el tiempo la cosa cambió y comenzamos a creer que con admirar la obra no era suficiente, sino que había que profesar también asombro por la persona. Y fue ahí cuando la admiración por el trabajo comenzó a desvanecerse y la visceralidad lo infectó todo. Cómo vamos a leer, a escuchar, o a observar lo que hace tal o cual si se encuentra en las Antípodas de nuestras creencias.
Una de las primeras cosas que comprendí al llegar a Twitter, es que, o aprendía a diferenciar entre el artista y la obra, o muy probablemente acabaría quedándome yo sólo frente a mi espejo. La cercanía propiciada por las redes sociales es, en muchos casos, una ventana abierta para desenmascarar a quien se esconde detrás de ese libro o canción que te ensimisma. Ello conlleva descubrir que, en algunos casos, lo que hay tras la cortina es un abismo en el que no existe coincidencia alguna. Y no pasa nada. Se puede admirar el trabajo de alguien y ello no implica por decreto congeniar con esa persona a ningún otro nivel. A veces tengo la sospecha de que si los clásicos literarios han sobrevivido hasta nuestros días, es en parte porque no tuvieron Twitter. De haberlo tenido, hoy probablemente no leeríamos ni a la mitad.
Existe una expectativa, muy comúnmente aceptada, de que la gente a la que admiras tiene que caerte bien. Y no siempre es así. Además, algo que parece inundar los tiempos que corren es, a menudo, la exigencia de una ejemplaridad con la que ni nosotros mismos cumplimos. Los escritores, los cineastas, los cantantes, son personas. Y las personas tenemos ideas y creencias más o menos claras, más o menos acertadas. También cometemos errores. Y no pasa nada por cometerlos. Ni pasa nada porque tengamos una opinión divergente en este u otro tema. Hace falta un poco menos de crispación y un poco más de manga ancha a la hora de entender a los demás. Y es necesario dejar de mirarlo todo a través del catalejo de lo ideológico. Si te gusta como canta alguien, escúchalo sin importar en lo que crea. Si te produce placer leer a una cierta autora o ver las series de un determinado creador, hazlo, con independencia de a quién vote.
Es urgente recuperar la capacidad de divergir entre iguales. Aunque sólo sea en pro de la belleza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario