No necesito tanto, si acaso un
puente que una dos orillas, o una catapulta que me lance al otro lado los
viernes y me devuelva a éste los domingos. No pido apenas nada, tal vez días un
poco más largos y un impulso, quizás, que devuelva mis gafas a su sitio si
resbalan. Tampoco imploro que la suerte me dé nada que no crea merecer; una
dosis de ganas cuando faltan, de sueño cuando sobran. De vida. Pero sugiero,
eso sí, acabar con las horas muertas. Con las casualidades disfrazadas de
destino. Con las tardes de los miércoles alternos de septiembre. Con las
páginas impares de los libros grises. Con la lluvia si no acaba de caer. Con el
blanco y negro. Con la línea recta y con los pesimistas. Pero, sobre todo, con
los domingos por la noche.
4 dic 2017
9 nov 2017
Cuatro cartas de rechazo.
Hoy hace un año y un día que era lunes en Nueva Jersey y yo
me planté en Princeton con una chaqueta de tweed y una camisa de cuadros, erróneamente
convencido de que el interés y el entusiasmo eran motivos más que suficientes
para ser digno merecedor de aquello que quería. El tiempo, sin embargo, que es
igual de cabrón que los espejos, no tardó demasiado en llevarme la contraria
demostrándome que querer algo es simplemente el primer paso para darse de
bruces contra el muro del fracaso.
Ayer hizo un año que, sin saberlo, empecé a mudarme un poco
a Nashville. Porque ayer se cumplió el primer aniversario del día en que decidí
que, o mejoraba o me volvía, o avanzaba en esto del artículo y la tecla o
regresaba (quién sabe si a la toga). Del día en que, muy seguro de mí mismo, le
dije a Laura que tenía posibilidades de encontrar algo mejor que lo que había,
que tampoco era tan malo. Trescientos sesenta y cinco días ya que empezaron a
encajar -de nuevo- los engranajes de toda esta casualidad que ha sido mi vida
durante los últimos tres años y medio.
Ayer hizo un año y un día que era domingo y que en Hamilton
hacía sol, y en aquel momento yo no podía si quiera imaginarme que aquella
misma tarde se iba a activar el protocolo de lo inesperado. Nada hacía
presagiar que en unas horas recibiría un email que sería el desencadenante de
todo lo demás. Ayer se cumplió, como una cutre condena, el primer aniversario
de aquel momento en que empecé a descubrir que, cuando uno menos se lo espera, de
los fracasos más estrepitosos, nacen las victorias más sonadas. Ahí es nada.
¿Que a qué viene todo esto? Pues viene a que ayer hizo un
año que decidí solicitar la entrada en otras universidades, y hoy se cumple un
año y un día de aquel momento en que comencé a comprobar cómo, a veces, cuatro
cartas de rechazo pueden ser, a la larga, la mejor de las noticias.
16 ago 2017
Que parezca un accidente.
El mayor acierto de la casualidad
es precisamente ese carácter inocente que se le atribuye, esa aura desdeñosa que
hace parecer que las cosas suceden fruto del azar; como si no hubiera un
algoritmo esperando a la vuelta de la esquina que hace girar las agujas del
reloj de los acontecimientos, como si no estuviese preestablecido que lo que
tiene que suceder acaba sucediendo. En otras palabras, que si el éxito del
diablo fue convencer a todos de que no existía, el de la casualidad ha sido
justo lo contrario: hacer pensar a la humanidad que existe. Sólo así se explica
que, de cuando en cuando, y a causa de ese impostado azar, la vida te lance una
flecha recordándote de dónde vienes en el momento exacto en que estás empezando
a dar pasos hacia el sitio donde vas.
Que 5 años después y sin venir a
cuento alguno, te haga tropezar con una carpeta llena de jurisprudencia con un
único y claro precedente: todo aquello que de ahora en adelante ya nunca serás.
Y que lo haga, además, con tanto disimulo que acabe pareciendo un accidente.
4 jul 2017
Ciudades.
Hay ciudades que envejecen con
una pausada decadencia, como si el deterioro operase sus efectos pidiendo
licencia a un consistorio diletante que no otorga los permisos necesarios para
que el tiempo pase. Barrios construidos a base de un ladrillo rojizo,
ennegrecido por el paso de los años, que ven pasar generaciones de familias que
vienen y van, y que vuelven a poblar aquellas calles que otrora les fueron
propias; lugares con un tinte industrializado, pero en los que nunca hubo
fábricas a pesar de las múltiples chimeneas.
Esas ciudades tienen calles. Calles
que dividen los espacios en cuadrículas perfectas, cartografiadas a conciencia
con escuadra y cartabón de la mano del mismísimo Hipodamo, que entrecortan las
múltiples aristas que recorren la ciudad. Y tienen también unas vías del tren
que permanecen inmarcesibles, alrededor de las cuales la ciudad ha ido creciendo,
estableciéndose como un continuo elogio de la nada; metal sobre madera bajo el
constante traqueteo de unas ruedas que nunca dejan de girar.
Poseen además, esas ciudades, un
rumor casi perpetuo de espera. De latencia de un instante que confía en que
algo cambie, que altere la esencia que las caracteriza, como un haz de luz que
ilumine el devenir de su destino. Respiran a través de los pulmones de las
gentes que las habitan, sienten a través de los sentidos de aquellos que las
recorren, ocultando sus pesares más profundos. Palpitan con su sístole y
diástole al ritmo que les marca el flujo de quienes transitan las arterias que
las riegan.
Existen ciudades que caben -y no-
en álbumes de fotos, que rellenan almanaques construidos a base de memoria, a
veces, artificial. Espacios inconclusos en los que se mezclan olores de otro
tiempo con imágenes de ahora, estampas cotidianas con estrambóticas escenas que
surgen al azar. Edificios cuya base se cimienta sobre las esperanzas muertas de
algunos otros que pasaron por allí; trituradoras de sueños que ya nunca más
sucederán. Hombres buenos reducidos a cenizas que yacen silenciosamente en la
identidad de un mismo ambiente.
Ciudades desconocidas, vacías y
olvidadas, esperando a que un rayo las parta o las despierte.
3 abr 2017
Elegía. O casi.
Nos conocimos hace ya algunos años, tantos que yo acaba de
nacer. Por aquel entonces él ya rondaba los 60 y llevaba alrededor de 45 años
pegado a un inseparable bigote que, según decía, sólo se había quitado dos
veces: una por perder una apuesta y otra por llegar borracho a casa, donde mi
abuela le esperaba con unas tijeras. Para cuando se casó a los veintipocos, ya
había sobrevivido a una guerra en la que le separaron de todos sus hermanos
(que eran muchos) y le llevaron a Bellús, lugar al que volvió el verano pasado
para comprobar que lo que entonces fue su casa, ahora era un balneario.
Hace casi 30 años que vivía con medio corazón, y le daba igual,
porque aun teniendo sólo una mitad, su latido era mucho más potente que el de
la mayoría. Cerrajero de profesión, conocía a la perfección lo que significaba
la palabra soldadura, y de ahí que tratase de mantener vivo el vínculo entre
las diferentes partes de la familia que formó. Era un hombre de honor, de esos
que dan su palabra y la mantienen incluso cuando las circunstancias no
acompañan. Supongo que no era perfecto, porque ninguno lo somos, pero jamás
tuvo un pero conmigo. “Toma, para que te tomes un café” me decía siempre que me
despedía de él mientras me metía 50 euros en el bolsillo.
En los últimos tiempos pasamos muchas horas juntos. Durante
el verano pasado le llevaba y traía a todas partes, conduciendo yo su coche;
honor del que por otra parte no gozaba casi nadie, pues sólo nos lo dejaba a unos pocos. Algunas mañanas, mientras regresábamos a casa de la compra,
fantaseábamos con pasar por encima de una rotonda baja sobre la que alguien
había dejado las huellas de las ruedas marcadas. Esa broma, que era tan
nuestra, me la seguía haciendo incluso cuando me llamaba por Facetime de vez en
cuando. Con 87 años, a once días se ha quedado de cumplir 88, tenía un iPhone
6. Los límites no existieron jamás para él, y desde hoy ya no existirán nunca,
claro.
Sibarita hasta decir basta, gruñía la última vez que le vi
en persona porque decía que la dorada tenía mucha carne, que él prefería la
lubina. Aquella noche, que fue la última que pasó fuera del hospital, quedamos
en que a mi regreso iríamos a celebrar su recuperación con unas gambas al lugar
que más le gustaba, sitio en el que por cierto nunca he comido sin él. Hace
cuatro días hablamos por última vez viéndonos la cara, antes de que todo se
torciera de manera ya definitiva. Conservaba su sentido del humor intacto, y le
volví a recordar nuestra cita sin saber, claro, que tendría que ser ésta un
último homenaje a su recuerdo.
Anoche se apagó del todo aquel que durante tantas horas en
el coche fue mi copiloto, confidente y amigo, quien primero fue mi abuelo y
luego mi padrino, y más tarde, y además, mi vecino del tercero. Y a mí, que
estoy tan lejos hoy de él, lo único que me preocupa es que alguien le recorte
por última vez ese bigote.
7 feb 2017
Pues eso.
Aunque nunca he acostumbrado a pensar demasiado en el futuro
-quizás acaso porque lo veía demasiado lejano-, reconozco que últimamente es
raro el día en el que no me pregunto qué pasará si después de toda esta
polvareda burocrática de las solicitudes, finalmente no sucede nada. Qué
ocurrirá si, tras toda la ilusión que he puesto en tratar de mejorar, ninguna
de las universidades que he elegido, me considera si quiera opción. Si no soy
suficientemente bueno para hacer aquello que (¡por fin!) realmente me gusta.
La incertidumbre, así como mi aversión hacia ella, va
creciendo cada día que transcurre sin noticias. Y yo, que soy un tipo paciente
por naturaleza, paradójicamente empiezo poco a poco a desesperar mientras
espero al lado del teléfono como una quinceañera en los 80 la llamada del más
guapo de la clase, un email que nunca llega, o un sobre en el buzón con una
carta que diga enhorabuena. Un día, y otro, y otro también, despertándome y
preguntándome a mí mismo: “¿será hoy?”; total para acostarme diciendo: “pues
hoy tampoco era”.
“¿Me habré equivocado? ¿Habré apuntado demasiado alto? ¿Me
tendré a mí mismo en demasiada estima?”, son preguntas recurrentes que resuenan
como un eco de cuando en cuando en mi cabeza. Como si después de todo alguien
me estuviera robando en silencio esa confianza que desde hace tiempo tenía en
mí mismo, como si alguien estuviese diciéndome de forma tácita que esta vez no
merezco lo que quiero, que soy indigno del futuro que había soñado.
Y al final, todo esto para llegar siempre a la misma
conclusión: “si has hecho todo lo que has podido, ¿de qué te quejas? Y si no
has hecho todo lo que has podido, ¿de qué te quejas?”. Pues eso.
24 ene 2017
Las humanidades son necesarias.
Una de las cosas más aterradoras de estos últimos tiempos es
el hecho de que existe, de forma generalizada, una tendencia a la
mercantilización total de la vida: el único criterio válido de selección de
algo es si resulta o no económicamente rentable. Esta idea, que lógicamente cobra
sentido cuando se trata de una empresa, no resulta, sin embargo, extrapolable
por completo a otros ámbitos vitales. Es decir, no sólo no es cierto que todo
aquello que ofrezca una rentabilidad monetaria es automáticamente deseable, sino
que, a veces aparecen cosas que, a pesar de no dejar pingües beneficios
económicos, son muy necesarias.
Así pues, existe alguna posibilidad, no sé si entre un
millón, de que la civilización que conocemos haya llegado hasta aquí no sólo
gracias al descubrimiento de la penicilina, a la invención de la máquina de
vapor, o a la ausencia de las redes sociales (que acabarán por exterminar la
raza). De hecho, aunque desconozco el impacto de su responsabilidad, es bastante
probable que todos esos grandes mitos de la evolución hayan tenido una mayor
repercusión en la humanidad que la que han tenido los logros conseguidos por
otras disciplinas menos aplicables a la mejora de la calidad de vida de las
personas.
Sin embargo, la historia de dichos avance no puede
desligarse del surgimiento y desarrollo de las humanidades. Es cierto que James
Watt inventó la máquina de vapor en 1769 y que ésta contribuyó notablemente a
generar la primera revolución industrial, pero también lo es el hecho de que
casi al mismo tiempo había un tipo llamado Jean-Jacques Rousseau que estaba
escribiendo El Contrato social. O que veinte años más tarde en Francia hubo unos
tipos que desataron otra importante revolución que no nació precisamente del
vapor, sino que surgió de las ideas, del pensamiento. La sociedad como la
conocemos, por mucho que algún iluminado se niegue a verlo, no sólo es fruto de
los avances tecnológicos, sino también de la evolución de las humanidades.
¿Por qué entonces denostarlas, olvidarlas, y mandarlas al
cajón del ostracismo?
La respuesta es sencilla: las humanidades dan miedo. Aterran
porque enseñan a pensar por uno mismo, y el pensamiento muchas veces es
peligroso para quienes ejercen el poder; asustan a quienes lo ostentan porque
dan la capacidad de dudar a aquellos que se lo otorgan. Contribuyen a la
gestación de la capacidad de razonamiento y dotan de las herramientas
necesarias para el desarrollo de un espíritu crítico necesario. Se
retroalimentan fomentando la aparición de inquietudes intelectuales que ayudan
a expansión de los campos que las integran. Modulan, además, equilibrando la
manera en que se implementan los avances conseguidos por otras disciplinas. No
siempre juegan el partido, pero muchas veces ejercen de árbitro.
Negar, por tanto, la importancia de las humanidades, es
cerrar los ojos a la realidad, a la historia del desarrollo de la civilización
moderna. Crear una sociedad cuyos individuos no tengan acceso a las mismas,
contribuiría al devalúo no ya de la filosofía, la literatura, la historia o el
arte, sino que iría en detrimento de una creatividad necesaria para la
resolución de problemas en otros ámbitos que sí se mueven por criterios de
estricta rentabilidad económica. Prescindir de las humanidades sería un error
fatal que además de empobrecer a quienes las cultivamos y disfrutamos, a largo
plazo desequilibraría el necesario balance entre algunas de las demás disciplinas
de conocimiento.
En último término, relegar las humanidades al olvido no sólo
conllevaría su desaparición, sino, como su propio nombre indica, la nuestra.
19 ene 2017
Con D de Decepción.
Quizás por inconsciencia o tal vez por masoquismo, tiene uno
como meta personal aspirar siempre a lo más alto, desoyendo los mensajes que
sus propios límites -si es que los tiene- le envían a cada escalón que trata de
subir. Cuando no es un despacho de abogados con sede en la calle Hermosilla, es
una universidad de un pequeño pueblo de Nueva Jersey la que, como si de una
administración pública española se tratara, utiliza la callada por respuesta;
ese sibilino silencio negativo. La vida pasa, año tras año, y por mucho que se
suponga que uno madura y que las decepciones le van horadando la moral y
acolchándole el carácter, lo cierto es que no, que uno nunca se acostumbra al
fracaso por mucho que lo frecuente. Que a pesar del empeño que uno tenga,
Jerome Morrow sólo hubo uno.
Y fue un personaje de ficción.
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