28 jul 2022

Crecer con Calamaro.

El primer vinilo que me regaló mi padre fue un single de Los Manolos que contenía el “Amigos para siempre”. Cansado de que le diera la paliza con la canción, un día se fue a Madrid y volvió con él a casa. Creo que fue entonces cuando aprendí lo que era un tocadiscos y descubrí que si ponías el extremo de aquel brazo metálico sobre el surco, aquello reproducía lo que fuese que hubiera en el disco. Recuerdo años más tarde, en la calle Barquillo, con mi abuelo, comprar una aguja de repuesto para el equipo de música de la casa de la playa; el mismo donde escuchábamos aquel LP de Rosario cuando el día entregaba las armas, ya disuelto el salitre. 

Crecí oyendo a Calamaro, que entonces tocaba en Los Rodríguez, probablemente la banda que más veces he escuchado en mi vida. Mi primer CD, que todavía guardo como uno de los más preciados tesoros de mi infancia, es el Sin documentos. Aún me sé las letras de todas las canciones y lo continúo escuchando a menudo, viajando en el tiempo a una época en la que las desilusiones duraban lo que aquella canción, “7 segundos”. Fue en algún cumpleaños que no recuerdo ya, que mi madre me dejó bajo la almohada una copia del Para no olvidar, su álbum de despedida. Con el tiempo, metido en la guantera del Mégane, la portada acabó amarilleando y los discos de dentro se rayaron. Un poco como la vida, que un día puso el ventilador frente a las manecillas del reloj y acabó alterando el paso del tiempo. 

Han pasado los años y de aquel Andrés que cantaba “Mi rock perdido” —que siempre será mi canción preferida— no sé si queda algo. Veo a través de Twitter que aquel rockero rebelde que llenaba Las Ventas con la montera a cuestas, ahora se acoda entre sus gradas mientras defiende Madrid como el último bastión de la cultura y el jolgorio. Y en el fondo no puedo dejar de esbozar una sonrisa cuando le leo hacerle ojitos a la ciudad de mi vida y le veo desde lejos subirse a un escenario y seguir siendo él, con el capote haciendo medias verónicas mientras el público le jalea a ritmo de olés. Honestidad brutal no sólo fue el nombre de un disco, sino que fue un apellido pagano, un remiendo apócrifo al nombre del artista. Es lo que es: brutalmente honesto. 

Me queda una espinita clavada de aquellos veranos que contaba al principio. Un 10 de agosto de hace sabe Dios cuánto, mientras estábamos en la playa, Los Rodríguez tocaron en concierto en San Lorenzo de El Escorial. Y me lo perdí, claro. Hace unos años fui a comprar entradas para verlo en La Riviera una noche de mayo que coincidía con la final de la Champions y no tuve el valor de ponerme a mí mismo en el brete de elegir qué hacer si el Madrid llegaba a la final. El Madrid llegó —y todos sabemos lo que pasa cuando llega— y Andrés cantó. Este verano, que está de gira y de dulce, que estrena trajes en Marbella y cambia casi cada día el repertorio, yo no estoy en España. Parece que estamos condenados a evitarnos.

A ver si uno de estos años, por fin, a mí me da por volver y a él le sigue dando por cantar. Que como dice el bolero, no quisiera yo morirme, Andrés, sin… verte en directo.


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