Desde hace algún tiempo, vengo
pensando que el auge de las redes sociales, que tantas cosas buenas han tenido,
ha conllevado, a largo plazo, una devaluación de los estándares. Jamás ha
habido tanto contenido como hay ahora, y jamás había tenido éste -salvo
contadas excepciones- tan poca calidad.
Si pensamos en Twitter, por
ejemplo, el hecho de que cada persona pueda tener una cuenta en la que vierta
sus opiniones o comparta sus contenidos, ha generado una suerte de ilusión de
talento que, en muchos casos, no se corresponde sino con el surgimiento de nuevos
becerros de oro. La red del pájaro azul ha contribuido a democratizar la
opinión, a generar una sensación de que todas las opiniones, todos los
pensamientos, tienen el mismo valor. Y ciertamente, no siempre es así. Por
obvio que pueda parecer (y en Twitter la mayoría del tiempo no existe la
obviedad), no cualifica igual la opinión de un especialista sobre algún tema,
que la de un mero espectador interesado.
Allí, muchas veces se confunde el
ingenio con el conocimiento, y ello a menudo contribuye a que, esos becerros de
oro sean adorados por las masas sin que éstas se cuestionen en modo alguno su
discurso. Twitter está matando el espíritu crítico, tanto que cada vez son
menos los que se paran a contrastar si aquello que están leyendo, venga de la
fuente que venga, es o no cierto. Se han (nos hemos, a veces) acostumbrado a
que les (nos) den la información ya masticada, y ya ni si quiera se molestan
(nos molestamos) en pasar del mero titular.
En Twitter se encuentra uno con
personajes que, sólo por el hecho de tener más de mil seguidores y mucho tiempo
libre, se creen en condiciones de refutar a Kant en 140 caracteres, o de dar
lecciones de moralidad a todo el mundo porque sí. Con una serie de quincalla
formada por opinadores profesionales, aspirantes a tertulianos de programas
marujiles, que se creen que, por tener un cierto público en una red social, ya
son dignos de no ser tosidos por el resto. Y lo que es peor, admirados.
Sin embargo, no es Twitter la
excepción, sino más bien lo contrario. Si pensamos en Instagram, los resultados
no son mucho mejores. Allí, cualquiera con un teléfono, cuatro filtros, y un
discurso de filosofía barata debajo de su foto, es susceptible de ser llamado
fotógrafo. Pero no sólo eso, sino que cualquier fulano con un cierto número de
seguidores, se cree en condiciones de compararse a sí mismo con Annie Leibovitz.
Y exactamente lo mismo pasa con
los blogs, donde existe una reala de plumillas de medio pelo que escriben con el
corrector ortográfico de Word para tapar sus carencias más básicas, que
difícilmente distinguen un ensayo de unos alejandrinos, y que muchas veces tienen
la osadía de autodenominarse escritores, como si fuesen dignos de compartir
epíteto con el mismísimo Cervantes.
Todo esto, que parece algo muy
obvio, a veces se olvida. Vivimos en la época del ego, del aplauso, de esperar
una respuesta positiva por parte de los demás, y a veces olvidamos que,
efectivamente, ni todas las opiniones son cualificadas, ni todas las creaciones
pretendidamente artísticas son arte. Quizás sea hora de empezar a ser un poco
más humildes, y de asumir que no por el mero hecho de tener muchos seguidores
uno es líder de opinión, ni se es fotógrafo por subir una foto al Instagram, ni
escritor por -como estoy haciendo yo ahora- publicar un texto en un blog. Y en
último término, y ya como espectadores, tal vez sea el momento de empezar a ser
más selectivos con lo que nos llevamos a la boca.