De un tiempo a esta parte, no sé muy bien por qué, he ido evolucionando a un tipo que a menudo se vuelve cascarrabias cuando le traen frías las patatas fritas que acompañan a la hamburguesa. No es difícil salir a comer conmigo, porque en el fondo no soy amigo de los restaurantes con ínfulas que te prometen mucho lirili pero te traen poco lerele. Pero sí es verdad que me gusta jugar, con mi acompañante de turno —jamás le doy la turra al camarero— a ser una especie de Antón Ego que no se contenta casi nunca con nada; de ahí la alegría y la incredulidad de mi contraparte cuando llega algo a la mesa que me parece un acierto.
En los últimos meses he visitado restaurantes pretendidamente españoles que prometían una experiencia similar, poco menos que, a comerte unas bravas en la calle Meléndez Valdés. Desde uno cerca de casa que te vende un “Trip to deep Madrid” y te mete con calzador unas croquetas de pollo al curry, a otro en Florida donde el camarero —que ni por las pintas ni por el acento dedujo que yo era español— me repitió tres veces que la comida era tradicional. Y no es que se comiera mal en ninguno de los dos casos, pero no era lo que prometían. Alguien debería decirles que cuando la comida está rica, el discurso es lo de menos. Eso, y que mentir está mal.
En Mejor imposible, Melvin, que es el personaje maniático que interpreta Jack Nicholson, va cada día al mismo restaurante, se sienta en la misma mesa, pide la misma comida y espera que siempre se la sirva la misma camarera: Carol. A pesar de que a veces me comparo con él, yo aún no he llegado a ese extremo, entre otras cosas porque no he encontrado un sitio al que volver casi a diario. Pero en el fondo le entiendo, porque no es fácil dar con un lugar que aguante sin fisuras las expectativas de un tipo refunfuñón que le encuentra pegas a todo.
Hubo una vez, eso sí, que encontré un bar donde regresaba tan a menudo que el camarero, sólo con mirarme, sabía si tenía que traer la cuenta o preguntar si queríamos otra ronda en función de cómo estuviera yendo la conversación con mi cita. El sitio, donde por cierto me sentía como en casa, acabó cerrando. Tal vez porque a la temperatura de la cerveza le sobraba siempre un grado y a mi ligue de turno le sobraba un puntito de algo.
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