Hay ciudades que envejecen con
una pausada decadencia, como si el deterioro operase sus efectos pidiendo
licencia a un consistorio diletante que no otorga los permisos necesarios para
que el tiempo pase. Barrios construidos a base de un ladrillo rojizo,
ennegrecido por el paso de los años, que ven pasar generaciones de familias que
vienen y van, y que vuelven a poblar aquellas calles que otrora les fueron
propias; lugares con un tinte industrializado, pero en los que nunca hubo
fábricas a pesar de las múltiples chimeneas.
Esas ciudades tienen calles. Calles
que dividen los espacios en cuadrículas perfectas, cartografiadas a conciencia
con escuadra y cartabón de la mano del mismísimo Hipodamo, que entrecortan las
múltiples aristas que recorren la ciudad. Y tienen también unas vías del tren
que permanecen inmarcesibles, alrededor de las cuales la ciudad ha ido creciendo,
estableciéndose como un continuo elogio de la nada; metal sobre madera bajo el
constante traqueteo de unas ruedas que nunca dejan de girar.
Poseen además, esas ciudades, un
rumor casi perpetuo de espera. De latencia de un instante que confía en que
algo cambie, que altere la esencia que las caracteriza, como un haz de luz que
ilumine el devenir de su destino. Respiran a través de los pulmones de las
gentes que las habitan, sienten a través de los sentidos de aquellos que las
recorren, ocultando sus pesares más profundos. Palpitan con su sístole y
diástole al ritmo que les marca el flujo de quienes transitan las arterias que
las riegan.
Existen ciudades que caben -y no-
en álbumes de fotos, que rellenan almanaques construidos a base de memoria, a
veces, artificial. Espacios inconclusos en los que se mezclan olores de otro
tiempo con imágenes de ahora, estampas cotidianas con estrambóticas escenas que
surgen al azar. Edificios cuya base se cimienta sobre las esperanzas muertas de
algunos otros que pasaron por allí; trituradoras de sueños que ya nunca más
sucederán. Hombres buenos reducidos a cenizas que yacen silenciosamente en la
identidad de un mismo ambiente.
Ciudades desconocidas, vacías y
olvidadas, esperando a que un rayo las parta o las despierte.