4 jul 2017

Ciudades.

Hay ciudades que envejecen con una pausada decadencia, como si el deterioro operase sus efectos pidiendo licencia a un consistorio diletante que no otorga los permisos necesarios para que el tiempo pase. Barrios construidos a base de un ladrillo rojizo, ennegrecido por el paso de los años, que ven pasar generaciones de familias que vienen y van, y que vuelven a poblar aquellas calles que otrora les fueron propias; lugares con un tinte industrializado, pero en los que nunca hubo fábricas a pesar de las múltiples chimeneas.

Esas ciudades tienen calles. Calles que dividen los espacios en cuadrículas perfectas, cartografiadas a conciencia con escuadra y cartabón de la mano del mismísimo Hipodamo, que entrecortan las múltiples aristas que recorren la ciudad. Y tienen también unas vías del tren que permanecen inmarcesibles, alrededor de las cuales la ciudad ha ido creciendo, estableciéndose como un continuo elogio de la nada; metal sobre madera bajo el constante traqueteo de unas ruedas que nunca dejan de girar.

Poseen además, esas ciudades, un rumor casi perpetuo de espera. De latencia de un instante que confía en que algo cambie, que altere la esencia que las caracteriza, como un haz de luz que ilumine el devenir de su destino. Respiran a través de los pulmones de las gentes que las habitan, sienten a través de los sentidos de aquellos que las recorren, ocultando sus pesares más profundos. Palpitan con su sístole y diástole al ritmo que les marca el flujo de quienes transitan las arterias que las riegan.

Existen ciudades que caben -y no- en álbumes de fotos, que rellenan almanaques construidos a base de memoria, a veces, artificial. Espacios inconclusos en los que se mezclan olores de otro tiempo con imágenes de ahora, estampas cotidianas con estrambóticas escenas que surgen al azar. Edificios cuya base se cimienta sobre las esperanzas muertas de algunos otros que pasaron por allí; trituradoras de sueños que ya nunca más sucederán. Hombres buenos reducidos a cenizas que yacen silenciosamente en la identidad de un mismo ambiente.


Ciudades desconocidas, vacías y olvidadas, esperando a que un rayo las parta o las despierte.