Una de las características por
las que siempre he creído definirme, es el hecho de que soy una persona poco impresionable.
Tanto es así que mi hermano dice que si algún día me tocaran millones de euros
en la lotería lo más probable es que apenas me inmutase. Y no le falta razón,
la verdad. A lo largo de mi vida no he experimentado la emoción de la impresión
en demasiadas ocasiones, sin embargo, existen algunas excepciones que sí me
generan esa sensación, concretamente el Golden Gate de San Francisco y los
cruasanes.
El primero de los dos, qué duda
cabe, es una de las grandes obras de la ingeniería de la historia. Majestuoso,
imperial, inmutable, vigila las aguas de la Bahía de San Francisco al tiempo
que otea a lo lejos la Isla de Alcatraz, y da lugar a algunas de las mejores
puestas de sol que he tenido la suerte de contemplar a lo largo de mi vida. ¿Pero
qué es todo eso si lo comparamos con la textura indescriptible de un cruasán,
con esa explosión de dulzura y bizcochabilidad?
Los cruasanes son, en efecto, la
gran creación de la humanidad, el punto de inflexión que marca la diferencia
entre la Prehistoria y la Historia (por mucho que se empeñen en decir que este
cambio se produjo con el nacimiento de la escritura), la entrada del hombre en
la modernidad. El propio Neil Armstrong, cuando le ofrecieron la posibilidad de
ser el primer astronauta en subir a la luna preguntó a su jefe: “¿Hay cruasanes
ahí arriba?”.
Blanditos y esponjosos,
crujientes en su parte más inmediata, pegajosos algunos dado el almíbar que los
impregna, son sin duda el mayor avance producido tras la rueda. Elixir de
desayuno de domingo, amigo inseparable del café, el cruasán se configura a
partir de un triángulo de hojaldre que se enrolla sobre sí mismo formando una
media luna perfecta, más perfecta aún que aquella esfera perfecta de la que
hablaba Platón.
Portador de felicidad, no hay
placer comparable a comerlo lentamente, arrancándole sus cuernos en primer
lugar, y desenrollando poco a poco el hojaldre que lo envuelve para terminar en
lo más profundo de su tierno corazón. Inocentes y sumisos, a veces son presas
de sacrílegos desalmados que los atacan con cuchillo y tenedor, que renuncian
al placer del tacto de tamaña maravilla simplemente por el qué dirán.
¿Podría acaso haber algo mejor
que un Golden Gate construido a base de cruasanes?