30 jun 2016

Sobre puentes y cruasanes.

Una de las características por las que siempre he creído definirme, es el hecho de que soy una persona poco impresionable. Tanto es así que mi hermano dice que si algún día me tocaran millones de euros en la lotería lo más probable es que apenas me inmutase. Y no le falta razón, la verdad. A lo largo de mi vida no he experimentado la emoción de la impresión en demasiadas ocasiones, sin embargo, existen algunas excepciones que sí me generan esa sensación, concretamente el Golden Gate de San Francisco y los cruasanes.

El primero de los dos, qué duda cabe, es una de las grandes obras de la ingeniería de la historia. Majestuoso, imperial, inmutable, vigila las aguas de la Bahía de San Francisco al tiempo que otea a lo lejos la Isla de Alcatraz, y da lugar a algunas de las mejores puestas de sol que he tenido la suerte de contemplar a lo largo de mi vida. ¿Pero qué es todo eso si lo comparamos con la textura indescriptible de un cruasán, con esa explosión de dulzura y bizcochabilidad?

Los cruasanes son, en efecto, la gran creación de la humanidad, el punto de inflexión que marca la diferencia entre la Prehistoria y la Historia (por mucho que se empeñen en decir que este cambio se produjo con el nacimiento de la escritura), la entrada del hombre en la modernidad. El propio Neil Armstrong, cuando le ofrecieron la posibilidad de ser el primer astronauta en subir a la luna preguntó a su jefe: “¿Hay cruasanes ahí arriba?”.

Blanditos y esponjosos, crujientes en su parte más inmediata, pegajosos algunos dado el almíbar que los impregna, son sin duda el mayor avance producido tras la rueda. Elixir de desayuno de domingo, amigo inseparable del café, el cruasán se configura a partir de un triángulo de hojaldre que se enrolla sobre sí mismo formando una media luna perfecta, más perfecta aún que aquella esfera perfecta de la que hablaba Platón.

Portador de felicidad, no hay placer comparable a comerlo lentamente, arrancándole sus cuernos en primer lugar, y desenrollando poco a poco el hojaldre que lo envuelve para terminar en lo más profundo de su tierno corazón. Inocentes y sumisos, a veces son presas de sacrílegos desalmados que los atacan con cuchillo y tenedor, que renuncian al placer del tacto de tamaña maravilla simplemente por el qué dirán.

¿Podría acaso haber algo mejor que un Golden Gate construido a base de cruasanes?


26 jun 2016

No era para tanto.

Cuenta la historia que Enrique IV, pretendiente protestante al trono de Francia, pronunció la famosa frase de “París bien vale una misa” en referencia a su posterior conversión al catolicismo, que sería lo que le alzaría finalmente con la corona francesa. A pesar de que la Wikipedia le otorga un origen probablemente apócrifo, el mensaje es claro: el fin justifica los medios. Es decir, que para conseguir un determinado objetivo, a veces es necesario utilizar tácticas que uno no desearía llevar a cabo. Nada nuevo, vamos.  

El caso es que el otro día estaba dándole vueltas, y dejando de lado el hecho de que en ocasiones el fin no justifica en modo alguno los medios, me di cuenta de que disfruto más del desarrollo de esos medios que de la consecución de los fines. Eso que dicen de que lo importante no es tanto llegar a la cima, como el desarrollo de la escarpada. Supongo, aunque no recuerdo bien, que ya he escrito sobre esto alguna vez (o al menos lo he pensado en el pasado), pero creo que nunca en estos términos.

Entre todas las misas que pueden valer un París, para mí se encuentra la cocina. Prefiero cocinar a comer, sí. Me gusta pasar horas pegado a los fogones, haciéndome pasar por alquimista, combinando ingredientes (todo a ojo, eso sí) y tratando de obtener un resultado que haga disfrutar a los demás. Valoro más el proceso de abrir una botella de vino en la cocina con amigos, cocinar mientras arreglamos el mundo entre nosotros, que el hecho mismo de sentarme a la mesa después a probar aquello, lo que sea que ese día haya salido. No me importa tanto el resultado como el tiempo que he empleado en conseguirlo.

No es esa, sin embargo, la única ocasión en la que se invierte la ecuación de los fines y los medios. La seducción, por ejemplo, todo el proceso previo al sexo, me resulta infinitamente más interesante que el resultado final (y no es que uno lo desdeñe). Disfruto mucho más de esas conversaciones que parecen partidas de ajedrez en las que uno tiene que pensar en cuáles serán las tres próximas jugadas, que del hecho de dar -o recibir- un jaque mate que acabe haciendo saltar todas las piezas del tablero. Prefiero un intercambio inteligente de palabras, que uno primario de fluidos. El sexo, que indudablemente me interesa, lo hace en gran parte como consecuencia, y no tanto como causa.

Otro ejemplo de esa dicotomía lo encuentro en la escritura. Me produce más placer enfrentarme a un folio en blanco, tratar de encontrar unas ideas razonadas y exponerlas con sentido, que el hecho propio de observar el resultado. Disfruto más tratando de encontrar la expresión exacta y rigurosa, como ahora, que vanagloriándome del impoluto resultado de las rimas. ¿Para qué quiero escribir endecasílabos si no puedo mancharme las manos de tinta mientras busco las palabras correctas?  ¿De qué me sirve a mí la forma, si no me paso un tiempo tratando de impregnar sentido al fondo?


Si total, por mucho que dijera Enrique IV, París no era para tanto.

14 jun 2016

Sobre vacas y tahúres.

Hay algunas personas por las que la vida simplemente pasa sin que ellas hagan el más mínimo esfuerzo por vivirla. Han venido a ser espectadoras del partido, pero en ningún momento se plantean jugarlo, y ni mucho menos tirar el tiro libre decisivo. Tienen una vida fácil, porque no arriesgan. No sienten, ni para bien ni para mal. No conocen las mieles de la victoria ni los sinsabores del fracaso. No saben qué significa la palabra plenitud porque su existencia está incompleta por definición. No tienen cicatrices ni historias que contar, noches de las que arrepentirse o mañanas que olvidar. Son, al fin y al cabo, como esas vacas que pacen tranquilas en un prado cercano a las vías, cuya única función consiste en ver el tren pasar, sin imaginar si quiera cuáles serán las historias cuyos pasajeros atesoran para sí.

Al mismo tiempo, existen otro tipo de personas que han interpretado que para obtener resultados es necesario hacer sacrificios. Que saben lo que es una balanza porque alguna vez han necesitado de sus platos para valorar a qué dan más importancia; aunque el brazo de repente se rompa y tire por la borda cualquier atisbo de decisión balanceada. Al contrario que las primeras, éstas van montadas dentro de ese tren que las vacas observan impertérritas, apostando a todo o nada en una partida de póker que se juega en el último vagón. Suelen ser valientes y determinadas, curiosas y atractivas, y tienen una característica fundamental: se resisten a conformarse con lo que, a priori, la vida les depara. Encajan bajo ese aforismo tan cierto de “la suerte se busca (señor Tudesky)”, y siempre tratan de convertir las amenazas en oportunidades.


La cuestión, al fin y al cabo, no es otra que saber si quieres ser la vaca que mira el tren, o el viajero que apuesta a todo o nada en el último vagón. Tú decides: o vaca o tahúr. 

9 jun 2016

Pero no puedo.

Puedo darte conversación en tus noches de insomnio.  Puedo invitarte a un concierto de Sabina sin tener si quiera entradas. Puedo llevarte a conocer el Monasterio, tomar algunos vinos en Croché, y un gintónic en El Horizontal. Puedo besarte por primera vez en la mesa que da a la ventana en el Only you de la calle Barquillo. Puedo comprarme unos zapatos para ir contigo a la ópera al Real y no desentonar. Amenazarte con ir a visitarte a Barcelona esas mismas navidades, y acabar plantándome en la estación de Sants la mañana de un 27 de diciembre. Puedo recorrer contigo la ciudad en bicicleta pese a no saber girar el manillar, comer arroz en el puerto, cenar sushi en la cama, croissants por las calles. Puedo hacer contigo un brunch y ver Gilda mientras me preguntas si estoy bien. Y despedirme de ti sin saber si volvería a verte más. 

Puedo pasarme días confeccionando a mano el Manual de instrucciones para no olvidar. Puedo mandarte una carta a la semana con una foto nuestra de ese viaje durante cuatro meses para que no te olvides de mí. Puedo llevarte a Ibiza a celebrar tu cumpleaños y ser yo quien se sienta regalado. Puedo regresar todo un verano a España mientras estoy fuera, y pasar gran parte de él contigo por el norte, dormir en un hotel de mala muerte para no dejarte sola y desquitarme con aquella habitación mágica del Silken. Puedo ir contigo a Comillas y hacer mil bromas de Primos. Puedo decirte que te prequiero yo también. Puedo ir y venir de Vitoria, esperarte en casa a que regreses de la presa en que trabajas. Puedo despedirme de ti en el aeropuerto un 12 de agosto, y regresar un 9 de diciembre después de pasar 60 días escribiendo cada noche para ti. Puedo pedirte que me esperes, aunque no tenga derecho a que lo hagas.

Puedo enviarte flores, regalos, y casi intentar presentarme por sorpresa en el Makkila cuando aún piensas que estoy en iuesei. Puedo ir contigo a la piscina sin ahogarme, salir a correr aunque nos cueste. Puedo ser capaz de no decirte cuál es mi regalo de Reyes aunque me estés preguntando todo el día. Puedo recogerte en la estación, llevarte un libro de Audrey Hepburn en el aniversario de su muerte. Puedo llevarte a Córdoba conmigo, presentarte a mis amigos al tercer día de haberte conocido, enseñarte los mejores perritos calientes de Madrid. Puedo presentarme en Cádiz apenas sin hotel y sin maleta, recorrer 1.400 kilómetros en 3 días porque merece la pena verte. Puedo soportar que me hagas cosquillas.

Puedo regresar a España a buscar trabajo de abogado porque quiero estar contigo. Puedo sacrificar la oportunidad de vivir en otro sitio, en mejores condiciones, sólo porque tú estás aquí. Puedo luchar contra la incertidumbre, sobreponerme a ella, ser optimista incluso cuando sé que las circunstancias no acompañan para nada. Puedo cuidar de ti cuando me necesitas, escucharte cuando nadie más lo hace. Puedo regalarte mi iPhone para que puedas verme por Facetime mientras estamos lejos. Puedo levantarme antes que tú e ir a comprarte croissants. Puedo llevarte el desayuno a la cama. Puedo prepararte los mejores vermús. Puedo "cometer todo delito que este amor exija, quieta ahí tus labios o la vida".

Y sin embargo, ya ves, después de hacer todo esto, de dejarme los cuernos un año y medio luchando por la persona con quien habría querido compartir mi vida, no he podido conseguir que sigas enamorada de mí. Que era el objetivo principal de hacer todo lo demás.