31 dic 2019

2020. Por pedir que no quede.


A 2020 le pido que me traiga, sin más. A este lado a ser posible. Con los exámenes hechos, la propuesta aprobada y la tesis empezada. Sin la casa a cuestas y nada en la mochila. Viajar ligero de dudas y seguir siendo tan feliz como hasta ahora. Le pido que me enseñe, por fin, a decir no. A renunciar a todo aquello que no quiero sin buscar explicaciones delirantes, sin tener que inventar superproducciones de Hollywood ni derramar lágrimas forzadas. Que me ayude, en definitiva, a ser algo más honesto. Con el resto, pero también conmigo. Que me enseñe a no andar por los tejados como un gato sin dueño, que diría Sabina. A sonreír un poco más por todo, tenga o no motivo. A renegar de falsos profetas y milagros de todo a cien.

Al año que se va, que además es de los mejores que recuerdo, le doy las gracias por la catarsis. Le deseo buena suerte y hasta luego. Al que viene le pido mujeres (una en concreto, más bien) de pelo largo que se ponga(n) mis camisas y a la(s) que hacer el desayuno después de noches interminables. Le pido más gintónics leyendo en el Sotelo a media tarde y pisar a menudo la Plaza de los Luceros. Pasar por el Manero. Volver a la “millor terreta del món” aunque sea de visita. Regresar a Barcelona a reescribir la historia. Volver a Roma. Y a Florencia. Pasar tiempo en Cádiz. Ver una ópera en el Metropolitan y otra en Viena, y una más en el Real. Seguir encontrando libros de esos que te reconcilian con la vida cuando menos te lo esperas. Continuar conociendo gente, aunque sea de forma cibernética, que me devuelva la capacidad de creer. Aumentar mi colección de primeras ediciones. Empezar a escribir una columnita en algún sitio. Sentirme un poco escritor de vez en cuando. Acabar de montar “La tentativa inidónea del olvido” y comenzar por fin esa novela que lleva siglos aparcada en el cajón.

Le pido, porque es gratis, un trabajo que merezca la pena a este lado del Atlántico. Y un montón de charlas inebriadas de esas de arreglar el mundo pegado a la barra del bar, que no sólo de literatura vive el hombre. Le pido poder seguir pensando eso de “Y fuimos felices un ratito” tan a menudo como lo he hecho hasta ahora. Seguir dándole la vuelta a la tortilla, literalmente, y comérmela siempre bien acompañado. Brindar mucho por los éxitos, los propios y los ajenos, y saber encajar con cintura los fracasos, que también los habrá. Le ruego además salud para poder continuar quemando esos brindis a golpe de pedal—valga la redundancia—al día siguiente, que no todo va a ser celebrar en esta vida, oiga; también habrá que sufrir de vez en cuando escalando el Tourmalet—o lo que sea.

Al año que viene, más cercano ya que el que dejamos, le pido, sobre todo, seguir encontrando motivos para ser mejor persona. Razones para seguir escribiendo estos montones de papeles y contarle al mundo que una vez más, en algún momento no muy lejano, volvió de nuevo a sonar el Claro de luna de Debussy en mi cabeza.

19 nov 2019

Manual de instrucciones para poder seguir.

A veces pienso que sería todo más fácil si, además de venir con un pan bajo el brazo, trajésemos también un manual de instrucciones. Probablemente quitaría cierto encanto al conocer a las personas, pero seguro nos ahorraría tiempo en esta ardua tarea de congeniar con alguien que nos haga estar algo menos solos. Sería algo así como una especie de advertencia que, en forma de leyenda internacionalmente reconocida, diera de antemano a conocer los pros y los contras de acercarse a ciertos individuos. Como una clave dicotómica que, al estilo de aquellos libros de “construye tu propia historia”, te dijera cuál es el efecto de la causa más urgente. Una suerte de código gráfico que permitiera identificar de un vistazo los riesgos que entraña abrir esa muralla que nos late, y calcular a ojo cuáles serían las consecuencias de dejar pasar dentro al caballo de Troya de turno. O a la yegua, que ya se encargará el postmodernismo de reinterpretar y reescribir la Historia.

Lo cierto es que a veces el manual de instrucciones llega tarde, no ya cuando has abierto la puerta y dejado entrar hasta la cocina a alguien, sino incluso después de que ese alguien haya dado el portazo de salida. Y, aunque no elimina el dolor de lo vivido, la sola comprensión de lo que había, el des-subjetivar la experiencia de ese trauma, ayuda a lidiar mejor con la angustia otrora de la pérdida. En mi caso, el manual siempre estuvo ahí. Melancolía y paranoia, de Fernando Colina, ha habitado durante años mi memoria y durante algunos meses mi montón de libros por leer. A través de él no sólo he aprendido lo que es la melancolía, el qué la causa y en qué se manifiesta, sino que, además, he alcanzado una paz mental sólo al alcance de quien encuentra, por fin, las respuestas necesarias.   


Y, aunque tú desde tu gabinete nunca vayas a leer esto, y yo ya no tenga forma alguna de decírtelo, quería darte las gracias por, sin pretenderlo, ayudarme a comprender. A poder seguir. 

12 ago 2019

Cádiz.


El otro día de buena mañana andaba yo sentado frente a La Caleta tomando un café y leyendo el Diario de Cádiz cuando me topé con una columna de Enrique García-Máiquez en la que hablaba sobre el agua y la exactitud de sus reflejos. En ella sostenía que la imagen que nos devuelve el mar—“que es muy grave”, decía—no siempre se ajusta con precisión a la realidad. Y a mí, que andaba persiguiendo mi antigua sombra como un Peter Pan algo trasnochado ya, me pareció poético que ese texto se me apareciese precisamente allí, en aquel lugar en que el que alguna vez oteé el que erróneamente creí ser fiel reflejo de mi futuro.

Caprichos del destino, fue también en Cádiz—la ciudad donde más estrepitosamente he naufragado yo jamás—donde me encontré con “Rialto, 11. Naufragio y pecios de una librería”, de Belén Rubiano. Sentado en una terraza con vistas a la Catedral, entre una bruma que se deslizaba por los tejados, fui poco a poco descubriendo una historia que narraba con gracia la crónica de un fracaso y que me recordó que desear algo es sólo el primer paso para perderlo. El libro, cuya azarosa oportunidad fue cuanto menos curiosa, me hizo reafirmarme en la idea de que hundirse no es motivo suficiente para perder la elegancia. Ni siquiera cuando es uno quien enfila el iceberg adrede.

Tenía que ser allí, y no en otro lugar, donde regresase a tocar el arpa después de ver Roma arder, como una especie de Nerón millenial. Esta vez, eso sí, con una salvedad: lejos de estar reducida a cenizas, la ciudad estaba tan entera como siempre. Y yo, que entré allí como un submarinista dispuesto a rebuscar entre los restos del naufragio más ingrato que recuerdo, salí de Cádiz no sólo con el barco a flote, sino sintiendo haber recuperado del todo la deriva de mi vida.

4 ago 2019

Prefiero.


Prefiero vivir rodeado de asesinos en serie que saludan alegres en el portal, a compartir edificio con maleducados santurrones que pasan de largo al cruzarse en el pasillo. Prefiero haber vivido una temporada de alquiler en el infierno, acabar desahuciado por impago de dudas y saber a qué huele el azufre de la desidia. Prefiero eso a pasar largas temporadas en un todo incluido de un cielo anodino que ignora la existencia del dolor. Prefiero saber lo que duele una puñalada, tener el alma remendada, llena de cicatrices. Prefiero tener esos tatuajes vitales a ser una superficie inmaculada, un espejo pristino, carente de arañazos, que refleja la realidad pero en el fondo es incapaz de experimentarla. De sentir. Prefiero a la gente valiente, la que hace las maletas sin pensarlo demasiado y se lanza a la aventura. Aunque dé miedo. Arriesgar nunca sale mal. Prefiero saber a qué sabe estrellarse contra un muro, conocer el amargo sinsabor del desamparo, a escribir mi vida con renglones rectos y tinta barata. Prefiero aceptar un papel protagonista sin haber subido nunca a un escenario a ser un mero espectador en una obra de teatro, un tipo que no entiende, que no escucha, que no tiene la capacidad de emocionarse. Prefiero luchar por algo en lo que creo aunque la probabilidad de éxito tienda a cero, tener la determinación de remar contracorriente pese a intuir que no voy a llegar a donde quiero. Prefiero tener la conciencia tranquila, saber que he hecho todo lo que podía incluso si sabía de antemano que nada iba a ninguna parte. Pero sobre todo, prefiero pasarme de correcto que de descortés, aunque eso suponga volverme a casa sin beso. Por mucho que aquella noche entre copas me apeteciera demostrarte que la espera había merecido la pena; que ser paciente siempre tiene premio. Hasta cuando perdemos.

17 jul 2019

Sesenta años y una semana.


Lo primero que hizo el día que llegó la Smart tv de 60 pulgadas que habíamos comprado fue comprobar si funcionaba el teletexto. Antes de eso habíamos tenido que mandarla a casa por mensajería porque la caja no cabía en la parte de atrás del Mégane. Cómo no va a caber, me decía, si ahí hemos metido muebles de uno ochenta. ¡No tienes ni puta idea!, concluyó antes de que le tuviera que colgar el teléfono porque Laura estaba a punto de estrangularme con la mirada. No puedes conducir así, olvídate, me dijo al ver que tenía el asiento del piloto pegado al volante y pretendía hacerme treinta y cinco kilómetros circulando como si fuera el chino contorsionista de Ocean’s Eleven dentro de una caja de galletas danesas. Y tenía razón. Ella, claro, no mi padre.

Con el tiempo me he dado cuenta de que en realidad no hay escena que nos defina mejor. Él, desde casa, sin ver el tamaño del paquete, diciéndome que entraba de sobra en el coche. Y yo, que veía claramente que aquello no iba a entrar de ninguna manera, convencido de que la puerta del maletero tenía que cerrar aunque aquel bulto sobresaliese medio metro. Cuestión de fe, supongo. Eso, y también que a un padre, a ciertas edades, se le acepta todo. Hasta poner en juego de forma telemática tu propia percepción de los volúmenes.

Dice Manuel Jabois en Silgar 1980 que todo padre es un spoiler y el suyo es calvo. El mío aún no, pero va camino. Yo no estoy muy preocupado porque tengo pelazo, pero mi hermano parece haber heredado esa insuficiencia capilar destinada a ciertos grandes hombres. Hace unos días le dio por cumplir sesenta—a mi padre, no a mi hermano—y a mí me dieron ganas de hacer un anecdotario con la cantidad de veces que me ha recibido de madrugada en la escalera de casa mientras subía yo en estado catatónico, pegándome con las paredes mientras él me miraba desde arriba, como si en lugar de regresar del bar más próximo lo hiciese del otro lado del Leteo.

El caso es que él ya no está en sus fifties, nuestra casa ya no tiene escaleras, y yo rara vez vuelvo ya dando tumbos por las esquinas, pero de vez en cuando todavía fantaseo con encontrarme con él a las tantas en estado de gracia y decirle: “Está Caronte en la puerta, por favor, sal y págale el taxi.”

Felices 60, Larry.

24 jun 2019

El hombre que murió dos veces.

Hace un par de años en mi familia hubo una época en la que a la gente le dio por morirse. En menos de una semana a mis dos abuelos se les ocurrió que lo mejor era opositar para sacar por fin plaza fija en el Ministerio de Ausencia y pedir una excedencia indefinida —supongo que por aquello de poder volver a fumar sin preocuparse de pagar ya otras facturas. Un día, de pronto, tras más de cuatro lustros aparcada en un rincón, la pelona se instaló de golpe en mi casa y, claro, aquí ninguno entendía nada. “¿Quién es esta señora tan fea?”, nos preguntábamos todos. Por aquel entonces aquí casi nadie acostumbraba a morir, por lo que comenzamos a sentirnos un poco menos intocables. Más mortales, vamos. Algo así como lo que le sucedió a Buzz Lightyear cuando descubrió que en realidad era un juguete.

Uno de ellos, el paterno —que veía penaltis al Madrid hasta cuando la falta era en el medio campo— llegó incluso a morir dos veces: la primera de ellas estaba yo en Lynchburg haciendo el tour de la destilería de Jack Daniels, cuando en mitad del recorrido mi tía me escribió para decirme cuánto lo sentía. Automáticamente mandé un mensaje a mi madre para decirle: “Joder mamá, malo es que esté lejos y se muera el abuelo, pero que no me lo digáis…”, a lo que ella me contestó con un “Pero ¿qué dices, hijo?  Si todavía no se ha muerto”. La segunda, un poco más mortal que la primera, fue ese mismo día, sólo diez horas más tarde. Andaba yo en Atlanta cenando unas alitas muy picantes cuando mi padre me llamó para decirme que aquel hombre por fin había decidido exhalar su último suspiro. Cuentan que se fue tan en paz que ni siquiera protestó al árbitro en los minutos de descuento.

De él recuerdo una tupida cortinilla en la cabeza que levantaba el vuelo a la menor gota de viento. Eso, y que según acababa de comer se largaba a jugar al dominó —o al menos eso es lo que nos hacía creer al resto. Al llegar de la partida se sentaba en la terraza y libraba una batalla a vida o muerte con un melón al que infligía cortes de asombrosa precisión, más propios de un cirujano que de un contratista jubilado. Tal era su obsesión con esa fruta que yo creo que murió con la pena de no ser nunca nombrado hijo predilecto de Villaconejos.

Aquel balcón del cuarto piso en el que operaba al piel de sapo se encontraba en el corazón de Benidorm, rodeado de edificios de otro tiempo. Y es en ese punto de la costa donde más en su salsa le recuerdo, caminando flamante entre aquellas carreras de andadores que se daban cita en el paseo marítimo. Fue allí donde durante más de dos décadas se bailó cada noche un pasodoble con mi abuela. Donde cada tarde, de su brazo, recorrió ida y vuelta la playa de Levante, amarraditos los dos, como si rindieran homenaje a María Dolores Pradera.

Mi abuelo no pisó un médico en su vida, de hecho hubo un tiempo en que a sus ochenta y tantos tenía tanta salud que hasta pensábamos que acabaría heredándonos a todos. Y, sin embargo, un día decidió que aquello de vivir ya estaba algo demodé. A Floren, que era un entusiasta de la vida, no le acabó la enfermedad, o al menos no la suya, que nunca la tuvo. Le acabó el olvido de la Nico, quien pasó años conviviendo con aquel, ya entonces extraño, que la atiborraba de leche con galletas. Él, que fue la persona más independiente que yo he conocido nunca, jamás pudo soportar que el alzhéimer le convirtiera en un mero compañero de piso de su mujer.

Como si después de sesenta años casados y miles de paseos hasta el Rincón de Loix eso fuese posible.

20 jun 2019

Aquel tipo del bigote.


El primer verano que me dejó Laura nos hicimos amigos. Hasta entonces no sé muy bien qué éramos. Yo acababa de llegar de dos años viviendo en Alabama y a él, sin saberlo, le faltaban apenas meses para irse. Aún no sabemos a dónde, aunque lo sospechamos. Me llamaba por las noches embutido en sus tirantes y atusándose el bigote—o al menos así me lo imaginaba yo al otro lado de la línea—, y me invitaba a encontrarnos al día siguiente en el portal para ir juntos a la compra. No importaba cuál fuera mi plan de aquella noche, ni qué tuviera que hacer por la mañana; yo siempre le decía que sí. Él, cuyo concepto de la puntualidad era no hacerme esperar nunca, llegaba siempre cinco minutos antes. Jamás despeinado. Me daba las llaves de su coche, que era la máxima condecoración que otorgaba a nadie, y nos íbamos.

Para él todo eran guayaberas. Fueran o no camisas. Fueran o no blancas. Fueran o no de lino. Allá donde íbamos todos le trataban de don o de señor, cosa que él aceptaba con naturalidad y que a mí me hacía gracia. Yo le llamaba Macario, o Maqui, según el día, aunque en realidad se llamaba Francisco. Supongo que heredé de él la costumbre de nunca llamar las cosas por su nombre, algo que nos diferenciaba a los dos de Aureliano Buendía, quien simplemente se limitaba a señalarlas con el dedo en aquel mundo tan reciente de Macondo.

De nuestros largos paseos por el supermercado recuerdo varias cosas: primero, que la lista era orientativa, si ponía tres botes de tomate cogíamos cinco, si no ponía café daba igual, porque era innegociable en nuestro carro; segundo, que como yo tenía mal la espalda no me dejaba cargar ni una bolsa de gusanitos, a pesar de que él estuviera más cerca de los 90 que yo de los 30; y tercero y más importante, que daba igual si el restaurante se iba a pique ese año, pues ir con él a la compra ya era en sí la mejor de las ganancias a que uno podía aspirar. Hay días que creo que nos lo pasábamos tan bien juntos que hasta íbamos cuando no hacía falta.

Ese verano, tras semanas riéndome del penalti de Juanfran en Milán, aprendí que el karma existe y que uno no debe reírse de las desgracias ajenas ni cuando dan Copas de Europa a su equipo. Una noche me paró la policía local en la plaza de Neptuno y me puso una multa de 500 euros y tres puntos por imbécil. Él, que sabía que no tenía un duro, al día siguiente llegó al coche y me dio un sobre cerrado: “Toma, para la multa”, me dijo. “No, socio, esta la pago yo, que es mi culpa”, le respondí. Y por primera vez en mi vida me aceptó sin rechistar que le rechazase dinero; quizás el único momento en 30 años en que he estado cerca de su nivel de integridad. A veces pienso que en el fondo se enorgulleció de que no se lo cogiera.

Aquellos meses, sin saberlo, pasamos cientos de horas despidiéndonos. Yo le hacía gracias mordaces como si fuera uno más, y él me las reía a carcajadas al tiempo que mi madre se escandalizaba por la manera que tenía de hablarle a su padre. Será tu padre—pensaba yo—pero este señor es mucho más que mi abuelo. Y así, mientras hablaba con él entre rotonda y rotonda, fue como poco a poco fui conociendo a aquel hombre y dándome cuenta de que en realidad no llegaba cinco minutos antes por un mero sentido de la puntualidad, sino que lo hacía porque era un adelantado a su tiempo.

Que siempre lo había sido. Hasta para morirse.

17 jun 2019

La consciencia de serlo.


Quizás por aquello de que la vida a veces te la sirve con cuentagotas, existen dos cosas que, a lo largo de los últimos años, me han venido obsesionando en torno a la felicidad. Por una parte, la imposible posibilidad de embotellarla en pequeñas dosis que contengan su esencia y que, cuando vienen mal dadas, me permitan recuperarla—como si uno pudiera capturarla al vuelo y convertirla en un bien de consumo. Y por otro lado, la consciencia inmediata y simultánea de esa alegría, es decir, no sólo ser feliz en un instante concreto, sino además saber que lo estás siendo; lo cual en mi caso multiplica esa sensación: el conocimiento de mi propia felicidad me pone aún más contento.

De esta manera, uno de los elementos que con mayor frecuencia me hacen ser consciente de que estoy siendo feliz es la contemplación de la belleza. Lo bello, aquello que generalmente transciende mi entendimiento, que me conmueve y al mismo tiempo me reconforta gratamente, suele ser el catalizador principal de esos momentos susceptibles de ser embotellados con vocación de efímera eternidad. La idea de estar percibiendo algo irrepetible siendo conocedor de esa eventualidad, el pensar que ese segundo, en ese lugar en particular y con esas circunstancias exactas, se agota y no volverá jamás, hace que me recorra la espina dorsal una extraña sensación de unicidad. Que automáticamente me sienta afortunado.

Así, mi tendencia perpetua a la observación constante hace que encuentre esa belleza—y a menudo esa felicidad, claro—casi en cualquier lugar de forma inesperada: una luz especial en el horizonte, tenue, en una calle crepuscular en medio de Madrid; un reencuentro con amigos tras meses al otro lado del Atlántico; un fragmento de un libro que me remueve la conciencia y me hace cuestionar cómo demonios no se me ocurrió a mí escribirlo antes; conducir durante horas sin nadie al lado escuchando música, o tomar la irrevocable decisión de regresar a España en un futuro no muy lejano, suelen ser—son, de hecho—motivos bastantes para que de vez en cuando aprecie el lado más destellante de la vida.

Todas estas cosas, más o menos fútiles vistas desde fuera, me generan esa leve sinapsis de plenitud vital, de ganas de seguir hacia delante sin mirar demasiado atrás. Y casi siempre que las experimento, aunque no sea capaz de embotellar el sentimiento de forma inmediata, tengo la sensación de poder agarrar al tiempo por el cuello y detenerlo para escuchar mentalmente, apenas unos segundos, las primeras notas del Claro de luna de Debussy; señal inequívoca no sólo de que soy feliz, sino de que además en ese preciso instante estoy siendo plenamente consciente de serlo.

6 jun 2019

Érase una vez no en América.


Hay una escena en la película. Ambos son adolescentes. Él, se esconde en el baño y tras un hueco en la pared la observa bailar, absorto, tratando de no ser visto pero consciente de estar siéndolo. Ella, que se sabe observada, se deja querer y mirar. Sonríe radiante. Baila para él como si fueran las dos únicas personas en el mundo; porque en ese instante lo son. Al poco tiempo, por circunstancias de la vida, él desaparece. Pasan los años en Brooklyn y ya es otra escena. Cuando él vuelve, ella, que nunca estuvo, de alguna forma sigue estando sin estar. Un reencuentro y tres palabras. Y sólo es entonces cuando, tras decidir que ya nunca más estará y sin que el otro aún lo sepa, decide salir a cenar con él. “Been waiting long?”, pregunta Deborah. “All my life”, responde Noodles.

Todo esto para decir que la vida a veces es como en las películas, que un día de repente te da por coincidir después de muchos años en un lugar intermedio sin ninguna expectativa. Que si vámonos. Que si no te creo. Que si esta vez sí, que es la buena, te lo prometo. Y cuando te quieres dar cuenta ya tienes billetes de tren. Y sales a cenar y entre copas confiesas lo mucho que, como Noodles, llevabas esperando ese momento. Y te ríes, y piensas secretamente en Sergio Leone, y por un instante tienes la sensación de estar siendo parte de un atrezo. Y por fin descorchas esa botella de vino que hacía siglos querías beber con ella. Y te miras en una suerte de espejo que ríe tanto como tú, y piensas que la espera ha merecido la pena. Y cuando crees que no puedes ser más feliz esa noche, te pierdes y acabas en el sitio menos típico de toda la ciudad: una mezcalería. Y sigues calle arriba y abajo, porque te orientas de pena, de acá para allá en una ciudad que esa noche desborda alegría. Como vosotros.

El finde se acaba y ya en el tren te das cuenta de que después de mucho tiempo eres tú otra vez; o la mejor versión de ti mismo. Y entonces piensas en cómo, casi sin esperarlo, te has visto de nuevo reflejado en ese tipo que quieres ser, ese que has estado años cultivando y sólo aparece en la compañía adecuada. Ese que tanto has echado de menos en los últimos tiempos. Y por fin comprendes qué era exactamente eso que buscabas en los demás, cuál era la incógnita que llevabas tratando de hallar desde hace meses. Y al final te das cuenta de que la clave, en realidad, no está tanto en el brillo de los ojos ajenos, que también, sino en que al mirarlos lo único que puedas pensar sea: “Tú haces que quiera ser mejor persona”.

22 may 2019

Y fuimos felices un ratito.


Entre viaje y viaje, tecleo y tecleo, y página y página, de cuando en cuando me paro y pienso. Reflexiono acerca de esto y de aquello, y trato de llegar a conclusiones que expliquen los porqués de este loco vaivén que ha marcado la pauta a lo largo de los últimos meses de mi vida. Examino de forma introspectiva qué es lo que quisiera mantener de lo que hay y qué me gustaría desechar; por aquello de intentar ser feliz. Trato de elegir qué equipaje será el que me acompañe de ahora en adelante en el camino de la incertidumbre. Cuáles, de entre todos mis descabellados pensamientos, se vendrán conmigo en la maleta a pasar unos días al extranjero más próximo, a la serena tierra de los planes que quizás un día salgan adelante. Y todo lo hago, lo pienso y lo planeo de manera potencial, mutable, provisional. Aceptando que en el fondo esto de vivir no es más que un por si acaso que no acabo de creerme. Un a saber que nunca encuentra respuestas claras a medio plazo y que me aboca inexorablemente a constatar la raíz última de todos mis “problemas”: el enorme sentimiento de transitoriedad que lo embarga todo. 

Así es. Desde hace tiempo vivo en un extraño impasse marcado por la dificultad de tomar decisiones cuyo alcance llegue más allá de pasado mañana. Cuando no son unos exámenes es un estado mental. Estoy atrapado en una hipnótica espiral, imbuido por un halo involuntario de incerteza que bloquea cualquier movimiento hacia delante de la ficha en el tablero. Hay días que respiro casi por costumbre. Transito por las posibilidades que se presentan de manera inmóvil, enrocado, viéndolas pasar como si fueran trenes que se van y a los que nunca tengo el valor suficiente de subirme; o las ganas necesarias, quién sabe. Hace ya meses, tal vez años, que estoy invadido por una suerte de abulia que no me permite atarme a nada, ni —más recientemente— a nadie, que me obliga a ser frío como el hielo, sin ser yo nada de eso. Y todo porque allá donde voy (sobre todo al otro lado) me encuentro siempre de paso, negándome a mí mismo una vida plena por el temor a no regresar jamás aquí. Con el miedo terrible a aceptar que el cordón umbilical que me une a este extraordinario estercolero pueda romperse en cualquier momento y me aísle para siempre de él.

Y sin embargo, vuelvo a este orilla del Atlántico y todo cobra sentido. Desaparecen la alergia al compromiso y las ganas de salir corriendo y reaparecen las ganas de dar rienda suelta a las ideas, de no abandonar el barco a la primera de cambio. De repente llego y resulta que hay bares bonitos y amigos de antaño con los que tomar cervezas por primera vez, y calles transitables a cualquier hora sin sentirme amenazado, y gente que te entiende a la primera y que no tiene una circunferencia imaginaria de distancia alrededor. Y por un instante, tengo el privilegio de incluso llegar a echar de más aquello que durante ocho meses al año tengo la desgracia de echar de menos. Y de pronto, la transitoriedad que paraliza todo lo demás se diluye como una solución volátil y se transforma en algo distinto, menos asfixiante y más llevadero. Menos triste. Vuelven las ganas de dejarse llevar un rato sin el miedo a que todo se desmadre y la juerga acabe en un exilio definitivo. Y cuando me quiero dar cuenta, estoy de nuevo enganchado a la vorágine, optimista como antaño, sin plantearme si quiera que algo pueda de nuevo salir mal y pensando más de lo esperado que hoy sí, y ayer también, por fin, “fuimos felices un ratito”.
    

30 abr 2019

Tecleando en el avión.


Fue un viernes por la noche en un bar del West Village. Uno de esos medio oscuros, en los que desde el minuto cero uno ya sabe de antemano que saldrá derrotado. Allí estábamos, sin saber yo muy bien cómo. Celebrando estar vivos y juntos. Tomando tragos más tarde de lo que debíamos y viviendo una vida que quizás no era la nuestra. O sí. What do you do, me preguntó. What do you do, le respondí yo enfatizando el you. I’m a corporate lawyer, dijo ella. I once was a corporate lawyer too, le dije. Y le conté sin adornarme demasiado cómo cuando yo fracaso lo hago a lo grande. Le expliqué que después de cinco años todavía hay días en los que me sigo preguntando cómo he llegado hasta aquí. Y por un momento, entre tímidos sorbos de Hendrick’s, pensé en lo mucho que me habría gustado ser aquel tipo que un día proyecté ser. Ese que pudiera aguantarle la mirada a este tipo de mujer.

Al rato ella, cuyo anillo de compromiso se reflejaba en el cristal de mi copa vacía, se diluyó. Se evaporó como un espejismo del destino. Y yo me quedé observando a mi alrededor, tratando de digerir que, en el fondo, haga lo que haga, una parte de mí siempre echará de menos a esa otra que soñaba con hacerse un hueco en este rincón del mundo. Y me di cuenta de que, no hay vez que venga que esta ciudad no me atrape y me devore, que no me haga querer ser todo aquello que nunca fui. Que no me cree la necesidad infinita de pasar ese examen con nombre de dispensario espirituoso y tratar de mudarme a ella con cuatro corbatas y nada que perder. Que no hay un solo día que camine por aquí y no me sienta mitad aterrorizado e ínfimo, mitad completamente en casa. Porque estas calles paralelas y contiguas te engullen y te asfixian, sí, pero también te atrapan con la magia de su bendita incertidumbre. Tanto, que cuando menos te lo esperas, en lo que dura un gintónic y se esfuma una rubia, te hacen soñar despierto con convertirte en ese tipo que un día quisiste ser.


10 feb 2019

Recordar.


Aunque no muy a menudo, de vez en cuando siento que mi cuerpo y mi cabeza viven en momentos diferentes. O sea, que yo estoy en el ahora escribiendo esto mientras que una parte de mí se encuentra, de forma inconsciente, anclada a un momento del pasado que va mutando de manera constante en función de aquello que me salta a la vista. Los objetos, portadores involuntarios de recuerdos, me trasladan sin quererlo a un otrora pretérito, seleccionando alevosamente alguno de los episodios que almacena mi memoria y reproduciéndolo en mi mente sin permiso alguno; alterando así los cimientos de mi frágil cordura. De este modo, cualquier cosa a mi alrededor es susceptible de resultar en un repentino sobresalto, de hacerme viajar mentalmente a otro tiempo. De invitarme a revivir una sensación que por mucho que quiera ya no volverá. Y de exponerme a los riesgos que entraña restaurar de forma inesperada el curioso almanaque de los días que se fueron.

De hacerme sentir vivo, al fin y al cabo.

29 ene 2019

Sine díe.


Una de las cosas más extrañas de la vida es el proceso de desaprendizaje que sigue al final de una etapa. O sea, la eliminación paulatina de los actos reflejos que hasta entonces han acompañado nuestra existencia cotidiana, el desechar o readaptar las costumbres adquiridas a lo largo de una época en favor de otras nuevas, más recientes, menos tuyas. Hábitos tan simples como escribir un “Buenos días” antes de dormir o el solo hecho de pensar las cosas en plural. Cuestiones que se instalan de forma silenciosa en la rutina de cada día y que a partir de un cierto instante comienza uno a extrañar. Dejes que otrora fueron automáticos, reacciones instintivas a estímulos externos que nos llevan de forma involuntaria a prolongar la agonía de un cierto olvido. O peor aún, tics que se instalan como pequeñas tentaciones a las que se debe resistir, unas veces por amor propio y otras por mera salud mental.  

Así, no es raro que después de ese punto final al que no siguen dos puntos suspensivos, que diría Sabina, uno se vea de repente con el teléfono en la mano en un amago de marcar un número que ya no tiene en la agenda. O que un día cualquiera, tras ocurrir algo extraordinario que en otro tiempo habría compartido sin dudarlo, de pronto tenga que recordarse a sí mismo que ya no puede transmitirlo, por mucho que antes lo hubiera hecho. Es una especie de involución cuya principal característica es la extrañeza del silencio, el retorno forzado a un estado anterior en el que, si existió vida, no fue ni de lejos comparable a la que hubo después. Se trata de una mudanza vital inacabable en la que siempre quedan cajas por abrir.

Reaprender a vivir sin aquello a lo que uno estaba acostumbrado es un proceso a veces complicado. Comprender que el teléfono ya no sonará o que uno no podrá apoyarse sobre aquella viga estructural que sostenía un puente que cayó no es algo fácil ni rápido. Desaprender costumbres, olvidar manías, o evitar tentaciones, son sólo algunas de las cosas que conlleva mirar a los ojos al futuro. Es tedioso porque implica comparar constante e inconscientemente lo que había y lo que hay, y llegar siempre a la misma conclusión. Y además es ingrato, porque en un alarde científico, uno siempre está tentando de intentar reducir a lo absurdo la norma general, de tratar de crear una fórmula matemática que explique las leyes de aquella pretérita atracción. Todo ello para acabar llegando a la conclusión de que el elemento fundamental de la ecuación se ha evaporado, dejándola incompleta y, por tanto, irresoluble.

Sine díe.