27 ago 2018

Vivir es fácil (con los ojos cerrados).


Lo fácil es vivir sin arriesgar. Viajar con la corriente de un río que te arrastra y que te mece. Dejarte llevar por un golpe de viento oportuno que te sitúe en la otra orilla, sin pararte a pensar si siquiera lo mereces. Aprovechar el movimiento y subirte a la rueda del destino, confiando en que la deriva te llevará en algún momento a avistar tierra, aunque no sepas leer un mapa ni manejar un astrolabio. Ni nadar. Lo sencillo es esperar a que sean las estrellas quienes te digan cuál es tu posición relativa en el mar de las eternas dudas. El cielo quien te diga a cuánto asciende tu deuda con el miedo. La sinrazón quien te asalte un día de repente.

Lo difícil es enfrentarte a tu reflejo, mirar a los ojos a la vida. Creer. Hacer un esfuerzo por aquello en lo que crees y ser consecuente con tus propias decisiones. Sobrevivir al otoño en una casa que apesta a soledad por todas partes, surcar las avenidas sin pararte demasiado en las esquinas. Resucitar y no morir en el intento. Ir de farol con las cartas que te tocan sin temer una derrota. Pensar a largo plazo y tener la inteligencia suficiente como para comprender que las urgencias no son buenas. Reprimir palabras para no espantar a tu oponente por mucho que te guste. Echar el freno, aunque no sepas por qué. Salvarte de la pira fatua de la distancia.

Lo fácil es eso, vivir con los ojos cerrados. Y lo difícil es eso también, abrirlos y no desear de forma irrefrenable estar ahora paseando por Madrid.

15 ago 2018

El suicidio de las flores.


Desde hace ya algunos años, cada mes de mayo, cuando regreso de mi exilio estadounidense, se sucede en mi casa el mismo ritual: acompaño a mi madre al vivero para que se surta de petunias—y otras flores—y decore la terraza de mi casa como si de un patio cordobés se tratara. La ceremonia es sencilla: ella elige las plantas, yo las cargo en el coche, ella las trasplanta y, más tarde, cuando se va de vacaciones en agosto, a mí se me olvida regalarlas y mueren. Ese es el ciclo de vida de una flor en mi casa: es sembrada, nace, crece, es comprada por mi madre y finalmente, fruto de la dejadez más absoluta, inducida al más brutal suicidio por mí.

Pues bien, esta sucesión de acontecimientos, que se viene repitiendo desde tiempos casi inmemoriales, sigue teniendo lugar aun siendo conscientes de que ineluctablemente sucederá; un poco como enamorarse, que a veces es inevitable. El fracaso, sin embargo, no es que las plantas acaben en la basura, sino que tras tantos años y tantas vidas condenadas a la sequía, ni mi madre se haya dado cuenta aún de que comprar plantas es condenarlas a un “ingrato futuro”, que diría Sabina; ni yo me haya decidido a poner fin, regadera mediante, a un fenómeno que se da de forma sistemática cada verano: el suicidio de las flores. Un desastre que podría resolverse de la forma más simple posible: resignándonos ambos. La una a no perpetrar el sueño imposible del jardín de la alegría, y el otro, a asumir que si quiere tener plantas, es necesario dedicar cinco minutos cada día no ya a revivirlas, sino a no dejar que mueran.

Como la gran mayoría de cosas importantes en la vida, vamos. 

8 ago 2018

Reescribir la Historia.


De vez en cuando y frente al mar, la vida te sorprende retratando al siempre infalible Google y abriendo una terraza que creías cerrada, te regala cervezas con etiquetas curiosas y difícilmente despegables e incluso, si eres muy afortunado, te proporciona ratos que guardar. Te descubre, porque tú no lo sabías, que la mano derecha es aquella con que escribe los renglones torcidos el engranaje que hace girar los hilos que dan cuerda a la casualidad y, cuando menos te lo esperas, casi te riega—teatralmente hablando—unos pies destrozados en medio de una misión casi secreta. Te procura despiadada lo inevitable aunque fracases en el involuntario intento de evitarlo por falta de pericia y, no contenta con eso, te cierra una puerta—como en el XIX—y te permite reescribir la Historia, haciendo que casi 213 años más tarde, por fin ganemos la batalla de Trafalgar.

Ahí es nada, la vida.

4 ago 2018

Con suerte.


Hay sábados por la mañana que los carga el diablo, te despiertas de repente sumido en una vorágine de nocturnidad fatal, preguntándote por qué el último gintónic no fue una botella de agua, un ibuprofeno y un beso en la frente de buenas noches. A tientas, tratas de sobrevivir entre la neblina del naufragio, te reencuentras otra vez con El puente de Talese, que se te ha quedado a medio regalar en la mesilla, y acabas alcanzando el lado derecho de la cama—el más lejano a la ventana—como el que va de expedición al Annapurna. Entonces, cuando estás a punto de poner un pie en el suelo, fruto del desvarío, te planteas si lo que hay debajo no será el mar Caribe y tú serás un viejo llamado Santiago que debe plantar cara a un tiburón. Así es que, te armas de coraje y en un alarde de valentía, decides salir de la Isla en la que te encuentras en busca de un oasis que te devuelva a la vida antes del domingo por la noche.

Y con suerte (que se busca), lo encuentras.