Lo fácil es vivir sin arriesgar. Viajar con la corriente de
un río que te arrastra y que te mece. Dejarte llevar por un golpe de viento
oportuno que te sitúe en la otra orilla, sin pararte a pensar si siquiera lo
mereces. Aprovechar el movimiento y subirte a la rueda del destino, confiando
en que la deriva te llevará en algún momento a avistar tierra, aunque no sepas
leer un mapa ni manejar un astrolabio. Ni nadar. Lo sencillo es esperar a que
sean las estrellas quienes te digan cuál es tu posición relativa en el mar de
las eternas dudas. El cielo quien te diga a cuánto asciende tu deuda con el
miedo. La sinrazón quien te asalte un día de repente.
Lo difícil es enfrentarte a tu reflejo, mirar a los ojos a
la vida. Creer. Hacer un esfuerzo por aquello en lo que crees y ser consecuente
con tus propias decisiones. Sobrevivir al otoño en una casa que apesta a soledad
por todas partes, surcar las avenidas sin pararte demasiado en las esquinas. Resucitar
y no morir en el intento. Ir de farol con las cartas que te tocan sin temer una
derrota. Pensar a largo plazo y tener la inteligencia suficiente como para
comprender que las urgencias no son buenas. Reprimir palabras para no espantar
a tu oponente por mucho que te guste. Echar el freno, aunque no sepas por qué.
Salvarte de la pira fatua de la distancia.
Lo fácil es eso, vivir con los ojos cerrados. Y lo difícil
es eso también, abrirlos y no desear de forma irrefrenable estar ahora paseando
por Madrid.