Cuenta la historia que Enrique
IV, pretendiente protestante al trono de Francia, pronunció la famosa frase de “París
bien vale una misa” en referencia a su posterior conversión al catolicismo, que
sería lo que le alzaría finalmente con la corona francesa. A pesar de que la
Wikipedia le otorga un origen probablemente apócrifo, el mensaje es claro: el
fin justifica los medios. Es decir, que para conseguir un determinado objetivo,
a veces es necesario utilizar tácticas que uno no desearía llevar a cabo. Nada
nuevo, vamos.
El caso es que el otro día estaba
dándole vueltas, y dejando de lado el hecho de que en ocasiones el fin no
justifica en modo alguno los medios, me di cuenta de que disfruto más del
desarrollo de esos medios que de la consecución de los fines. Eso que dicen de
que lo importante no es tanto llegar a la cima, como el desarrollo de la
escarpada. Supongo, aunque no recuerdo bien, que ya he escrito sobre esto
alguna vez (o al menos lo he pensado en el pasado), pero creo que nunca en
estos términos.
Entre todas las misas que pueden
valer un París, para mí se encuentra la cocina. Prefiero cocinar a comer, sí.
Me gusta pasar horas pegado a los fogones, haciéndome pasar por alquimista,
combinando ingredientes (todo a ojo, eso sí) y tratando de obtener un resultado
que haga disfrutar a los demás. Valoro más el proceso de abrir una botella de
vino en la cocina con amigos, cocinar mientras arreglamos el mundo entre nosotros,
que el hecho mismo de sentarme a la mesa después a probar aquello, lo que sea
que ese día haya salido. No me importa tanto el resultado como el tiempo que he
empleado en conseguirlo.
No es esa, sin embargo, la única ocasión
en la que se invierte la ecuación de los fines y los medios. La seducción, por
ejemplo, todo el proceso previo al sexo, me resulta infinitamente más
interesante que el resultado final (y no es que uno lo desdeñe). Disfruto mucho
más de esas conversaciones que parecen partidas de ajedrez en las que uno tiene
que pensar en cuáles serán las tres próximas jugadas, que del hecho de dar -o
recibir- un jaque mate que acabe haciendo saltar todas las piezas del tablero.
Prefiero un intercambio inteligente de palabras, que uno primario de fluidos.
El sexo, que indudablemente me interesa, lo hace en gran parte como
consecuencia, y no tanto como causa.
Otro ejemplo de esa dicotomía lo
encuentro en la escritura. Me produce más placer enfrentarme a un folio en
blanco, tratar de encontrar unas ideas razonadas y exponerlas con sentido, que
el hecho propio de observar el resultado. Disfruto más tratando de encontrar la
expresión exacta y rigurosa, como ahora, que vanagloriándome del impoluto
resultado de las rimas. ¿Para qué quiero escribir endecasílabos si no puedo
mancharme las manos de tinta mientras busco las palabras correctas? ¿De qué me sirve a mí la forma, si no me paso
un tiempo tratando de impregnar sentido al fondo?
Si total, por mucho que dijera
Enrique IV, París no era para tanto.
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