4 jul 2016

Huérfano de peluquero.

Hace algunos años se me ocurrió acuñar el término huérfano de peluquero para señalar el vacío que había dejado en mi vida el cierre de la que, hasta aquel entonces, había venido siendo mi peluquería. Curiosamente, resultó que la expresión en cuestión ya había sido empleada por Arturo Pérez Reverte para referir un fenómeno similar. Quizás fue casualidad o tal vez se trató de pura criptomnesia, pero desde entonces he tenido la tentación de relatar mis ideas y venidas peluqueriles; y qué mejor momento para hacerlo que este ciclo de artículos que nadan entre lo trivial y lo absurdo. Más aún si cabe que los demás, quiero decir.

La primera vez que experimenté los sinsabores de la orfandad peluqueril tuvo lugar después de que, tras años rebajándome la melena, el que por aquel entonces empuñaba la tijera, decidiera irse a trabajar a otro lugar más cercano a su casa. La peluquería, que estaba regentada por hermanos, decidió sustituir al traidor número uno por otro de ellos que más tarde resultaría ser el traidor número dos. Desaparecidos los dos primeros, quedó sólo el fundador, que finalmente decidió echar el cierre e ir a cortar pelos a domicilio a los dueños de los yates atracados en Puerto Portals. Es decir, que en una misma peluquería, no sólo me rompieron el corazón tres veces, sino que de la noche a la mañana me vi en la calle con una melena como la de Sansón y sin un tijerillas que moldease mi envidiable cabellera.

Tras ello, pasé un cierto tiempo dando bandazos de sitio en sitio, buscando la cuadratura del círculo. Necesitaba un profesional que fuera lo suficientemente bueno con la tijera y al mismo tiempo lo suficientemente discreto como para no tener que cobrarle yo a él cada vez que me cortaba el pelo por ejercer de psicólogo. Probé aquí y allá, pero nadie llenaba el vacío que habían dejado aquellos tres hermanos de la desbrozadora. Llegué incluso a irme a vivir fuera, a tratar de encontrar a esa persona que me hiciese sentir especial sentado en el sillón, pero fue una labor completamente inútil. Primero di con una señorita que pareció ser la primera vez que empuñaba una maquinilla, y luego di con Richard -insistía en que le llamaba Ricardo- que lo más parecido que había visto a una tijera era un tractor.

Sin embargo, Dios aprieta pero no ahoga. En uno de mis regresos a la madre patria decidí probar en el lugar que otrora había ocupado una papelería y cuál fue mi sorpresa, se produjo el flechazo. Tijerazo va, tijerazo viene, mi nueva aliada no sólo me corta el pelo, sino que me recorta la barba mientras hablamos de cosas absolutamente triviales. Tal es el punto de mi conexión con el negocio que, si llegado el punto fuese necesario, estoy dispuesto a comprar la peluquería con un único objetivo: no volver, jamás, a quedarme huérfano de peluquero.


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