Hace algunos años se me ocurrió
acuñar el término huérfano de peluquero
para señalar el vacío que había dejado en mi vida el cierre de la que, hasta
aquel entonces, había venido siendo mi peluquería. Curiosamente, resultó que la
expresión en cuestión ya había sido empleada por Arturo Pérez Reverte para
referir un fenómeno similar. Quizás fue casualidad o tal vez se trató de pura
criptomnesia, pero desde entonces he tenido la tentación de relatar mis ideas y
venidas peluqueriles; y qué mejor momento para hacerlo que este ciclo de artículos
que nadan entre lo trivial y lo absurdo. Más aún si cabe que los demás, quiero
decir.
La primera vez que experimenté
los sinsabores de la orfandad peluqueril tuvo lugar después de que, tras años
rebajándome la melena, el que por aquel entonces empuñaba la tijera, decidiera
irse a trabajar a otro lugar más cercano a su casa. La peluquería, que estaba
regentada por hermanos, decidió sustituir al traidor número uno por otro de
ellos que más tarde resultaría ser el traidor número dos. Desaparecidos los dos
primeros, quedó sólo el fundador, que finalmente decidió echar el cierre e ir a
cortar pelos a domicilio a los dueños de los yates atracados en Puerto Portals.
Es decir, que en una misma peluquería, no sólo me rompieron el corazón tres
veces, sino que de la noche a la mañana me vi en la calle con una melena como
la de Sansón y sin un tijerillas que moldease mi envidiable cabellera.
Tras ello, pasé un cierto tiempo
dando bandazos de sitio en sitio, buscando la cuadratura del círculo. Necesitaba
un profesional que fuera lo suficientemente bueno con la tijera y al mismo
tiempo lo suficientemente discreto como para no tener que cobrarle yo a él cada
vez que me cortaba el pelo por ejercer de psicólogo. Probé aquí y allá, pero
nadie llenaba el vacío que habían dejado aquellos tres hermanos de la desbrozadora.
Llegué incluso a irme a vivir fuera, a tratar de encontrar a esa persona que me
hiciese sentir especial sentado en el sillón, pero fue una labor completamente
inútil. Primero di con una señorita que pareció ser la primera vez que empuñaba
una maquinilla, y luego di con Richard -insistía en que le llamaba Ricardo- que
lo más parecido que había visto a una tijera era un tractor.
Sin embargo, Dios aprieta pero no
ahoga. En uno de mis regresos a la madre patria decidí probar en el lugar que
otrora había ocupado una papelería y cuál fue mi sorpresa, se produjo el
flechazo. Tijerazo va, tijerazo viene, mi nueva aliada no sólo me corta el
pelo, sino que me recorta la barba mientras hablamos de cosas absolutamente
triviales. Tal es el punto de mi conexión con el negocio que, si llegado el
punto fuese necesario, estoy dispuesto a comprar la peluquería con un único objetivo:
no volver, jamás, a quedarme huérfano de peluquero.
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