27 mar 2016

Sobre redes sociales.

Desde hace algún tiempo, vengo pensando que el auge de las redes sociales, que tantas cosas buenas han tenido, ha conllevado, a largo plazo, una devaluación de los estándares. Jamás ha habido tanto contenido como hay ahora, y jamás había tenido éste -salvo contadas excepciones- tan poca calidad.

Si pensamos en Twitter, por ejemplo, el hecho de que cada persona pueda tener una cuenta en la que vierta sus opiniones o comparta sus contenidos, ha generado una suerte de ilusión de talento que, en muchos casos, no se corresponde sino con el surgimiento de nuevos becerros de oro. La red del pájaro azul ha contribuido a democratizar la opinión, a generar una sensación de que todas las opiniones, todos los pensamientos, tienen el mismo valor. Y ciertamente, no siempre es así. Por obvio que pueda parecer (y en Twitter la mayoría del tiempo no existe la obviedad), no cualifica igual la opinión de un especialista sobre algún tema, que la de un mero espectador interesado.

Allí, muchas veces se confunde el ingenio con el conocimiento, y ello a menudo contribuye a que, esos becerros de oro sean adorados por las masas sin que éstas se cuestionen en modo alguno su discurso. Twitter está matando el espíritu crítico, tanto que cada vez son menos los que se paran a contrastar si aquello que están leyendo, venga de la fuente que venga, es o no cierto. Se han (nos hemos, a veces) acostumbrado a que les (nos) den la información ya masticada, y ya ni si quiera se molestan (nos molestamos) en pasar del mero titular.

En Twitter se encuentra uno con personajes que, sólo por el hecho de tener más de mil seguidores y mucho tiempo libre, se creen en condiciones de refutar a Kant en 140 caracteres, o de dar lecciones de moralidad a todo el mundo porque sí. Con una serie de quincalla formada por opinadores profesionales, aspirantes a tertulianos de programas marujiles, que se creen que, por tener un cierto público en una red social, ya son dignos de no ser tosidos por el resto. Y lo que es peor, admirados.

Sin embargo, no es Twitter la excepción, sino más bien lo contrario. Si pensamos en Instagram, los resultados no son mucho mejores. Allí, cualquiera con un teléfono, cuatro filtros, y un discurso de filosofía barata debajo de su foto, es susceptible de ser llamado fotógrafo. Pero no sólo eso, sino que cualquier fulano con un cierto número de seguidores, se cree en condiciones de compararse a sí mismo con Annie Leibovitz.

Y exactamente lo mismo pasa con los blogs, donde existe una reala de plumillas de medio pelo que escriben con el corrector ortográfico de Word para tapar sus carencias más básicas, que difícilmente distinguen un ensayo de unos alejandrinos, y que muchas veces tienen la osadía de autodenominarse escritores, como si fuesen dignos de compartir epíteto con el mismísimo Cervantes.

Todo esto, que parece algo muy obvio, a veces se olvida. Vivimos en la época del ego, del aplauso, de esperar una respuesta positiva por parte de los demás, y a veces olvidamos que, efectivamente, ni todas las opiniones son cualificadas, ni todas las creaciones pretendidamente artísticas son arte. Quizás sea hora de empezar a ser un poco más humildes, y de asumir que no por el mero hecho de tener muchos seguidores uno es líder de opinión, ni se es fotógrafo por subir una foto al Instagram, ni escritor por -como estoy haciendo yo ahora- publicar un texto en un blog. Y en último término, y ya como espectadores, tal vez sea el momento de empezar a ser más selectivos con lo que nos llevamos a la boca.  


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