Esta tarde releí El Principito. No sé muy bien por qué, pero
me apetecía subirme por un rato al Asteroide B 612 y recorrer el universo que
Saint-Exupéry dibujó, adentrarme en las entrañas de la boa y tratar de
desenmarañarlas para liberar al elefante que habitaba aquella silueta de sombrero.
El caso es que a lo largo de las 92 páginas de mi edición, he estado tratando
de leer con otros ojos lo que ya había leído; intentando encontrar algo de miga
en lo que otrora fue corteza, diamantes entre el carbón.
El libro, que evidentemente no pretendo descubrir, esconde
bajo la forma de un cuento algunas reflexiones que, en tardes como la de hoy,
se me antojan, sino imprescindibles, al menos pertinentes. El Principito -el
personaje- ve, a través de los ojos de un niño, un mundo de mayores, de gente
que no alcanza a comprender. Conserva la imaginación suficiente como para ver,
dentro de una caja, al cordero que ésta contiene. Y al mismo tiempo, el
raciocinio suficiente para darse cuenta de que el mundo de los mayores, salvo
contadas excepciones, es un mundo en el que reina el egoísmo.
El Principito es inocente, pero no es tonto. En uno de sus
viajes coincide con un zorro del cual salen algunas de las palabras más
inspiradoras de la obra. Éste, que es un animal astuto, aporta la parte de la
experiencia que no se puede observar a tan temprana edad. Introduce el concepto
de domesticar, mediante el que le explica el proceso a través del cual las
personas se convierten en especiales. Cómo cuando alguien va conectando con
otro alguien, tiene que tener en mente la idea de que a la larga, la
desaparición de ese alguien puede significar un motivo de tristeza. Una especie
de nostalgia a saldo, que inevitablemente empiezas a sentir en el mismo momento
en el que te ocurre algo bueno en la vida. Ese saber que en algún momento
futuro extrañarás ese momento que estás viviendo. Autoconsciente, añadiría yo.
La otra frase para el recuerdo, que probablemente sea una de
las más populares, es aquella en la que el zorro dice “He aquí mi secreto: sólo
con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos”. Y es cierto.
A veces nos afanamos en apreciar lo material, en aprehender cosas sin darnos
cuenta de que lo realmente importante es lo que subyace bajo las mismas. Lo
esencial está en el interior de las cosas, en la razón que las motiva, en las
cualidades intrínsecas que éstas tienen. A menudo cometemos el error de
observar determinadas actitudes con los ojos, sin darnos cuenta de nuestra
tremenda ceguera. Ponderamos la importancia de las cosas bajo criterios
erróneos, y acabamos tomando decisiones que a la larga se demuestran
equivocadas. Vemos, en último término, un sombrero, cuando lo que en realidad
había era una boa que ha engullido a un elefante.
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