15 jul 2016

Dicotomías.

La vida está llena de dicotomías que nos obligan a elegir, de opciones entre las cuales uno tiene que tomar partido, cosas que son -muchas veces- incompatibles entre sí, y que nos ponen en la tesitura de decantarnos por una u otra alternativa sin remedio de continuidad. Si la economía parte de la escasez, el dilema, en este caso, parte de una decisión basada en la abundancia, concretamente en la multitud de variables posibles entre las que escoger. Los Beatles o los Rolling, el vino o la cerveza, el Madrid o el Barça, o derechas o izquierdas, son sólo algunos ejemplos de esas cuestiones que, en cuestión de preferencias, no pueden coexistir.

Dentro de todas esas alternativas binarias y antagónicas, existen dos que, de alguna manera, se adaptan a los principios a través de los cuales trato de regir mi vida. Y digo bien, trato, porque a veces la tentación es tan grande, que los instintos acaban encontrando la manera de emerger de las profundidades de mi yo; hasta el punto de que coqueteo con opciones que ni de lejos son mis preferidas. En otras palabras, que a veces me sorprendo poniéndome los cuernos a mí mismo con preferencias que, por regla general, no suelo preferir. Mi cabeza, que a veces se torna laberinto.

Volviendo a esas que me definen, la primera de ellas es aquella que obliga a elegir entre hechos y palabras, y es curioso, porque pese a que son estas últimas las que sirven como vehículo de todo lo demás, lo cierto es que me decanto completamente por los hechos. Las acciones hablan por sí solas, dice un refrán que muy probablemente me acabo de inventar, pero es cierto. No existe mejor forma de decir que el propio acto de hacer -pleonasmos a parte-, no conozco mejor forma de hablar que el propio hecho de actuar. Y no sólo lo llevo a cabo, sino que además lo exijo. No quiero palabras, por mucho que me gusten, y por mucho que me aproveche de ellas. La retórica, sin hechos contrastables, es papel mojado.

La segunda de las dicotomías que habita de forma impune en mí es la que me constriñe a decidir entre la calidad y la cantidad. Aquí tampoco hay lugar para la duda, prefiero un gramo de algo que yo considere oro, a veinte toneladas de algo que me traspase. Si bien las palabras me interesan como medio, la cantidad la desdeño sin piedad. La calidad es algo innegociable, y es aplicable a casi todo: al tiempo, a las personas, o incluso a los propios hechos, constituyendo así la metadicotomía. Prefiero disfrutar de un segundo de divertimento sincero al mes, que de veinte días de abulia; de un pedazo de cielo, a una hectárea de mediocridad. Prefiero, en último término, una estrella brillante aunque sea fugaz, a una constelación que se apaga.  



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