La vida está llena de dicotomías
que nos obligan a elegir, de opciones entre las cuales uno tiene que tomar
partido, cosas que son -muchas veces- incompatibles entre sí, y que nos ponen
en la tesitura de decantarnos por una u otra alternativa sin remedio de
continuidad. Si la economía parte de la escasez, el dilema, en este caso, parte
de una decisión basada en la abundancia, concretamente en la multitud de
variables posibles entre las que escoger. Los Beatles o los Rolling, el vino o
la cerveza, el Madrid o el Barça, o derechas o izquierdas, son sólo algunos
ejemplos de esas cuestiones que, en cuestión de preferencias, no pueden
coexistir.
Dentro de todas esas alternativas
binarias y antagónicas, existen dos que, de alguna manera, se adaptan a los
principios a través de los cuales trato de regir mi vida. Y digo bien, trato,
porque a veces la tentación es tan grande, que los instintos acaban encontrando
la manera de emerger de las profundidades de mi yo; hasta el punto de que
coqueteo con opciones que ni de lejos son mis preferidas. En otras palabras,
que a veces me sorprendo poniéndome los cuernos a mí mismo con preferencias
que, por regla general, no suelo preferir. Mi cabeza, que a veces se torna
laberinto.
Volviendo a esas que me definen,
la primera de ellas es aquella que obliga a elegir entre hechos y palabras, y es
curioso, porque pese a que son estas últimas las que sirven como vehículo de
todo lo demás, lo cierto es que me decanto completamente por los hechos. Las
acciones hablan por sí solas, dice un refrán que muy probablemente me acabo de
inventar, pero es cierto. No existe mejor forma de decir que el propio acto de
hacer -pleonasmos a parte-, no conozco mejor forma de hablar que el propio
hecho de actuar. Y no sólo lo llevo a cabo, sino que además lo exijo. No quiero
palabras, por mucho que me gusten, y por mucho que me aproveche de ellas. La
retórica, sin hechos contrastables, es papel mojado.
La segunda de las dicotomías que
habita de forma impune en mí es la que me constriñe a decidir entre la calidad
y la cantidad. Aquí tampoco hay lugar para la duda, prefiero un gramo de algo
que yo considere oro, a veinte toneladas de algo que me traspase. Si bien las
palabras me interesan como medio, la cantidad la desdeño sin piedad. La calidad
es algo innegociable, y es aplicable a casi todo: al tiempo, a las personas, o
incluso a los propios hechos, constituyendo así la metadicotomía. Prefiero disfrutar
de un segundo de divertimento sincero al mes, que de veinte días de abulia; de
un pedazo de cielo, a una hectárea de mediocridad. Prefiero, en último término,
una estrella brillante aunque sea fugaz, a una constelación que se apaga.
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