Corría el año 2010 cuando, en un curso de verano de la
Universidad Complutense sobre los problemas de la justicia en España, asistí a
una conferencia del ya fallecido Manuel Jiménez de Parga. El hombre, que por
aquel entonces ya superaba los ochenta, al margen del contenido jurídico del
curso, nos contaba a los asistentes cómo había cambiado el mundo, y en
particular, lo mucho que le maravillaba poder comunicarse con algunos de sus
nietos que vivían fuera de España. Hacer Skype, y poder casi tocarles la cara
aunque estuviesen en la otra punta del planeta; algo impensable años atrás. “Ay
que ver, ¡lo que hemos avanzado!”, decía.
A mí, que por aquel momento ni siquiera había terminado la
carrera de Derecho, no sé muy bien por qué se me quedó grabado aquello. Con los
años, y sin saber aún cómo, me convertí en ese nieto de Jiménez de Parga que
vivía fuera de España y se comunicaba con los suyos a través de la pantalla de
un ordenador, o una tablet en mi caso. Tanto fui el nieto, que el martes
pasado, la que tornaba octogenaria era mi abuela, y tuve la suerte no ya de
poder felicitarla, sino de hacerlo viéndole la cara, como si en lugar de estar
a más de 7000 kilómetros de mí, hubiera estado sentada soplando las velas en el
salón de mi casa.
Hay pocas cosas más reconfortantes en el exilio -léase esta
palabra en el sentido que da el Diccionario de la Real Academia de la Lengua
Española en su primera acepción- que la de ver a aquellos a los que se echa de
menos. Pocos momentos en los que se sienta uno como en casa, más que aquellos
en los que puede ver a través de la pantalla a quienes ha dejado allá, en su
lugar original. Y es por eso que, cada domingo por la mañana, normalmente
después de desayunar, me siento frente a la pantalla de la tablet o el teléfono
para llamar a casa, y me acuerdo de aquella conferencia mientras pienso eso de:
“Ay que ver, ¡lo que hemos avanzado!”.
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