A menudo nos afanamos en hacer planes como si esto sirviera de algo. Y casi nunca reparamos en que establecer un guión predeterminado suele ser el primer paso para incumplirlo. A corto plazo es fácil decidir. Tomar partido por algo cuyo efecto no va más allá de mañana es sencillo. Planear un fin de semana lo hace cualquiera. A medio, las cosas cambian, porque se introducen factores que a veces ya no están en nuestra mano. A largo, olvídate. Puedes tener una meta, un objetivo que te marque la pauta, pero tratar de establecer paso a paso los diferentes hitos que te llevarán hasta allí, la mayor parte del tiempo sólo traerá consigo frustración. No debes hacer planes si no tienes capacidad de adaptación. Ni tomar decisiones de cierta enjundia si no estás dispuesto a que la vida se ría en tu cara en algún momento del juego.
En los últimos siete años, que he vivido en Estados Unidos, creo que he pasado por todas las fases que conlleva establecer una hoja de ruta. Desde la decepción hasta la sorpresa, pasando por la aceptación. He perdido la cuenta de las veces que le he dicho a alguien que jamás me quedaría allí. Del mismo modo que tampoco recuerdo cuándo fue la última vez que negué que regresaría a España para vivir aquí. No sé en cuántas ocasiones he pensado que mi decisión era definitiva, ni cuántas veces he aceptado que mi futuro a este lado del Atlántico simplemente no iba a existir. He conocido mujeres con las que pensé que me casaría, tendría hijos y pasaría el resto de mi vida. Y la vida siempre se ha empeñado en demostrarme que estaba equivocado. Que siempre hay un paso más. Y que este no siempre depende de nosotros.
Hace unos años regresé a casa en verano y anuncié a bombo y platillo que había tomado la determinación de volver a España, a pesar de que aquí ya nadie me esperaba. Se lo dije a mis amigos más cercanos, convencido de que ese era el plan. Al retornar a Nashville, sin embargo, la cosa empezó a cambiar. Con el tiempo llegó una pandemia, y con la pandemia pasé un año y medio allí. Recluido. Mi perspectiva cambió, claro. Hasta el punto de que me di cuenta de que mi futuro, ese que hacía tiempo había confirmado pasar en la piel de toro, estaba allí. Por primera vez en mi vida acepté que mi familia no crecería al sur de los Pirineos. Que mis hijos hablarían inglés. Y que España, como Marina D’Or, sería mi ciudad de vacaciones.
Y ya ves. Llegado a este punto, resulta que el destino me estaba poniendo a prueba una vez más. Demostrándome que hacer planes no sirve de mucho, porque en el fondo el control que tenemos de nuestra propia vida es limitado. Que en cualquier momento inesperado te suena el teléfono y lo que parecía blanco se convierte en gris. Y que el futuro, que parecía asegurado ya en the land of the free, igual me depara algo que jamás habría pensado. Así que aquí estoy, riéndome de mi ingenuidad cada vez que pronuncio una frase con pretensiones de eternidad. Y aceptando que por muchos planes que haga, al final siempre existe una variable de indeterminación que no puedo controlar. Haciéndome a la idea de que, una vez más, el universo ha tirado una moneda al aire y a mí sólo me queda esperar para saber si es cara o cruz.
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