El lunes me operaron del oído. Otra vez. En marzo se cumplían diez años de la última y con ello pasaba el período de riesgo de que el colesteatoma volviera a crecer, pero allá por noviembre la cosa empezó a deteriorar y resultó ser lo que era. Por algún motivo que desconozco desde que nací me crece todo lo que no debería. Y en esta ocasión, además de crecer a destiempo, de nuevo lo estaba haciendo en mal lugar. Así que me armé de paciencia (y de valor, pues me imaginaba el diagnóstico y conocía el tratamiento), fui al médico y me dijo algo que ya sabía: que no existe forma de luchar contra lo inevitable. Que si te tienen que operar, te tienen que operar, Miguel. Y yo, que soy un cagueta, pero un cagueta tremendamente racional, no tuve más remedio que asentir y decirle que adelante. Que si tenía que cortar, cortase. Así que así lo hizo. Cortó y bien cortado. Tanto que me ha dejado una cicatriz de diez centímetros circundando la parte anterior de la oreja derecha (siguiendo, eso sí, la guía de la que ya había, para no tener dos muescas). Que digo yo que igual habría sido más práctico poner una cremallera, doctor, por lo que pueda pasar en el futuro. También me ha dejado un hueso menos, el mastoide, que yo hasta entonces desconocía, pero que al parecer se estaba prestando a que creciera tejido alrededor. Y una prótesis de titanio en el oído, que es lo que más ilusión me ha hecho, la verdad. Ahora, junto a la American Express y el carné de identidad tengo que llevar una tarjeta en la cartera para cuando pase el arco de seguridad del aeropuerto. Porque ahora soy medio ciborg y pito, no como antes, que sólo hacía saltar las alarmas si se me olvidaba sacar las monedas del bolsillo.
Una cosa que no he contado es que me operé a hurtadillas. O sea, que salvo a tres o cuatro personas, no le conté nada a casi nadie. El martes, cuando me levanté, escribí a mis padres y les dije que lo de operarme a primeros de febrero había sido todo una mentirijilla y que ya estaba hecho. Así soy yo. Al principio alucinaron en colores, “¿Cómo ha salido tan trolero este muchacho?”, pensaron. Pero luego se dieron cuenta de que en realidad era mejor así, que lo de las cirugías estando tan lejos aumenta el nivel de hipocondría en un doscientos por ciento, más o menos. Sobre todo en estas circunstancias, pues mis padres no hablan inglés y mi enfermera particular (a la que adoro) no habla español. Así que al final se rindieron a la evidencia y acabaron reconociéndome que el planteamiento había sido impecable. Sobre todo porque la cirugía había salido fetén, claro.
Yo soy un optimista irredimible. Temerario, casi. Así que la semana pasada, en previsión de un desenlace diferente, algo menos feliz que este en el que salgo del quirófano y le digo en reanimación al anestesista que a mí el Sprite sin güisqui no me gusta, hice algunas concesiones. No me dio por ponerme sentimental ni nada de eso porque el cirujano me había llamado días antes para decirme que se trataba de una operación de “pretty low risk”, pero me permití el lujo de dejar mi colección de tebeos en herencia a cada uno de aquellos con los que hablé antes de entrar a operarme. Y no sólo es que legase lo mismo a todos ellos, sino que lo hice sin ningún tipo de fe, pues en realidad no tengo ningún cómic.
Pero qué gilipollas! Llevo todo el rato pensando: ¿pero desde cuándo tiene este tío una colección de tebeos?
ResponderEliminarLo mejor es que no me hubiera sorprendido... Pero me ha creado intriga.
Dr. Potuto está feliz porque M. Tudesky está güeno. :)