Apenas debía pasar un cuarto de
hora de las tres de la tarde de aquel primer domingo de marzo cuando en la
estación de tren de Sants me despedí de una de esas personas que el azar pone a
veces en nuestras vidas. De un Amigo con mayúsculas. Pero no uno cualquiera, sino uno de esos a los que si llamas
para confesarle un crimen te responde que dónde enterráis el cadáver.
Estábamos allí, al borde de la
puerta que me permitía el acceso al andén del AVE que me llevaba de vuelta a
casa, cuando tras darme un abrazo me dijo:
- Tío, mucha
suerte con ella.
- Ella podrá
ir o venir, pero nosotros somos los que permanecemos – le respondí yo.
El caso es que sin haber
inventado nada nuevo, y sin ser consciente en aquel momento de la trascendencia
de lo dicho, aquella frase tan inocente en apariencia, ese “nosotros somos los
que permanecemos” caló hondo; hasta tal punto que terminamos por convertirla en
una máxima que aplicamos de forma incondicional.
Os preguntaréis a santo de qué
viene todo esto. Pues bien, viene a que el tiempo (que suele ser buen juez,
siempre que no le toca ser parte) terminó por darme –muy a mi pesar- la razón:
ella decidió irse. Hoy, 3 de diciembre, hace 9 meses que aquella
despedida tan cinematográfica tuvo lugar. Y efectivamente, nosotros somos los que permanecemos.
En este tiempo, que ha durado lo que
dura un embarazo, hemos vivido mil y una peripecias, buenos y malos momentos,
mejores y peores noches; pero todo ello bajo un denominador común: nosotros
seguíamos aquí. Aquellos que nos despedíamos en la estación de Sants, hemos
permanecido. Porque la amistad es así.
Hay personas en la vida que van y
vienen, que vuelven y se van. Hay algunas que, como las estrellas fugaces, brillan
lo que dura un parpadeo; y aun así tienen tiempo de imprimir una huella
imborrable. Y luego están los amigos de verdad, que sobreviven a todas las
anteriores. Que, pase lo que pase con esas otras, permanecen.
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