11 oct 2021

Diario de un impostor - I.

Lo escribo aquí porque no lo quiero olvidar. 

Hace algún tiempo, no sé cuándo ya, Gabri y Marta me dijeron que se casaban en octubre de 2021. Y sí, lo reconozco, lo primero que me vino a la cabeza fue cagarme en la madre que los parió. Búscate un billete en medio del semestre. Cancela clases, si es que puedes. Vete a España para 4 días. Lucha contra el jetlag y cuando ya estés casi adaptado vuélvete a Estados Unidos. 

Llevaba desde 2013 sin pisar suelo patrio en octubre. Hasta el jueves pasado, que aterricé en Madrid a eso de las diez y media de la mañana. Me recogió en el aeropuerto mi padre y de ahí fuimos a casa. Hacía un día fantástico, así que pasado un rato nos fuimos a comer con Pablo a una terraza. Después subimos a buscar níscalos a Santa María de la Alameda y encontramos (es un plural de modestia, encontré yo casi todos) cerca de un kilo. Me pegué dos horas caminando entre las jaras como si acabase de salir de la cárcel y me dio por pensar que pocas cosas más baratas me hacían tan feliz. 

Esa misma tarde me tomé dos cervezas en el Villanueva con Manolo y, aunque no arreglamos el mundo ni nada, fue como si nunca me hubiera ido. Y esa noche, al llegar a casa, me di cuenta de que no había dormido nada en todo el día y, sin embargo, no estaba cansado. Hay un cierto tipo de energía que sólo te lo da la ilusión.

El viernes nada más levantarme me hice una prueba de antígenos para poder regresar a Estados Unidos el lunes. Después bajamos a Madrid a recoger los chaqués por la mañana y tuvimos la mala idea de no probárnoslos. Al llegar a casa me llamó Manu y me dijo que los de la sastrería la habían cagado con el suyo. Así que esa misma tarde, después de haberme comido los níscalos del día anterior con patatas, regresamos a que nos los cambiaran con David, que dice que somos demasiado educados. 

Al volver pillamos un atasco y cuando llegué a casa allí estaba mi madre, recién llegada de viaje. De Extremadura traía unos sobres de jamón, una caña de lomo y un abrazo de esos que sólo se le dan a un hijo que lleva meses fuera de casa. Desafortunadamente esta vez yo no venía con un pan debajo del brazo.

El sábado por la mañana, antes de la boda me dio tiempo a desayunar con Cristina, pasar por la librería a recoger Feria e ir a ver a Conchi a que me cortara el pelo y me arreglase la barba para no parecer un vagabundo en la ceremonia. Como de costumbre, se tiró una hora conmigo y casi llego tarde a tomarme una cerveza a casa del novio antes de ir a la iglesia. Nacho nos subió al Monasterio en el coche de la autoescuela y mientras caminábamos por la lonja, por un momento tuve la sensación de que los turistas nos miraban como si formásemos parte de un decorado. Ya en la misa leí los salmos y cuando a David se le trabó la lengua leyendo las preces, a los testigos del novio nos dio la risa. 

Al llegar a la finca, mientras la mayor parte de la gente bebía cerveza yo pedí champagne. Y jamón. Y fui feliz, no os voy a engañar. Nos hicimos fotos. Me reencontré con un montón de gente y pude acariciar la barriga de Paula, que lleva dentro a un tal Gonzalo al que vamos a conocer en enero. Por fin. 

Una advertencia: Si alguna vez vais a una boda con mis amigos, jamás se os ocurra poneros una corbata verde, a menos que estéis dispuestos a que nos pasemos el día preguntándote qué tal todo por Tecnocasa.

Ya sentados en las mesas, después del cóctel, aprendí que en México a darse un revolcón con alguien lo llaman cuerpear. Y me recordó lo mucho que me gustan las diferentes formas de hablar el español en Latinoamérica. Y que México, sin haber estado todavía, tiene algo de casa para mí.

En un cigarro entre el primer y el segundo plato, porque en las bodas me permito el lujo de recuperar mi antiguo vicio por un día, le dije a Gabri que el tiempo me había dado la razón y que lo que le solté aquella tarde de 2013 en la estación de Sants era verdad: nosotros somos los que permanecemos. Los amigos son amigos, aunque a veces quieras matarlos. Y nosotros lo somos, aunque no siempre nos hagamos todo el caso del mundo.

Entre el segundo y los cafés comenzaron con los discursos. Manolo llevaba un año escribiéndolo y ensayándolo y se había descargado un teleprompter para el móvil por si acaso. Por decirlo claro, dio el mejor discurso que yo recuerdo haber escuchado nunca en una boda. Hizo reír y llorar a todo el mundo. Apenas habló del amor, porque no le hizo falta. Y yo le dije que si algún día se casaba, o daba yo el speech o le cortaba los huevos. 

En las copas el alma de la fiesta fue la novia. Después de bailárselo todo, ya con las luces encendidas, Marta preguntó que si alguien había visto a su novio. Así que tuve que intervenir y explicarle que Gabri ya no era su novio, sino que desde aquella mañana había pasado a ser su marido. No cambia nada el tecnicismo, porque hacen vida de casados desde hace años. Pero qué menos que hablar con rigor del futuro padre de sus hijos.

El sábado al acostarme pensé que el domingo iba a morir. Pero no. Cuando desperté mi cuerpo y mi alma estaban todavía allí, como el dinosaurio de Monterroso. Bajé a desayunar con Pablo y acabamos en casa de la abuela, sin café y sin palmera de chocolate, pero haciendo una visita al último reducto vivo de mi infancia. Al volver a casa mi madre había hecho cocido y me hizo dudar de si no sería buena idea esto de volver a casa un fin de semana largo cada mes. 

Por la tarde estuve con el otro David tomándome un café en Croché. Me contó su vida y me puso delante de un espejo. Reconozco que algunos días no sé si me gusta mucho mi reflejo. 

Hoy en el avión, donde estoy escribiendo este diario, he coincidido con una profesora de español en el asiento de al lado. Casualidades de la vida, también fue abogada antes de hacer su doctorado. A veces el mundo es una broma. Dice que en su universidad están buscando un instructor de español y que le escriba. Sería gracioso encontrar el principio de un trabajo a treinta y ocho mil pies de altura, la verdad. Y por otra parte, suena mucho como algo que me podría pasar a mí.

Durante el vuelo he acabado de leer Los días perfectos, de Jacobo Bergareche. Confieso que todavía estoy tratando de discernir si me ha gustado mucho o no me ha gustado nada.

Tras acabar el libro me he puesto a ver un documental llamado The Loneliest Whale. The Search for 52. Toda la historia gira en torno a la premisa de que hay una única ballena que se comunica a 52 hercios, de ahí su nombre. Al parecer se trata de una frecuencia que ninguna otra ballena habla, por lo que no puede interactuar con nadie. Ha ido dejando trazos de su presencia por el océano durante años pero nadie sabe en qué bar para estos días. 

Al final descubren que (ojo, spoiler, o destripe me sugiere Word) hay al menos dos. Y a mí me ha recordado lo difícil que es en encontrar alguien que hable en tu misma frecuencia, que esté en tu misma parte del océano y que además quiera casarse contigo. Y ya ves, estos cabrones lo han conseguido. Y yo, que me cagué en su madre el día que me dijeron que se casaban en octubre, sólo puedo darles las gracias por traerme, sin saberlo, a pasar algunos de los días más felices que recuerdo.


2 comentarios:

  1. Será porque está escrito a treinta y ocho mil pies, pero el relato te salió de altura.

    Y de extenso nada, se me hizo breve... quizá la anchura compense la altura.

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