24 oct 2021

Dario de un impostor - II.

Lo escribo aquí porque no lo quiero olvidar. 

Mi abuelo (que en paz descanse, como siempre decía él al nombrar un muerto) contaba que se casó con mi abuela por una apuesta. Que su cuñado le había dicho en una boda que no tenía lo que hacía falta para ligársela. Así que ni corto ni perezoso, se le acercó y le dijo: “Niña, ven, que me voy a casar contigo”. A mi abuela debió hacerle gracia, porque tras ello tuvieron siete hijos y estuvieron sesenta años casados. Lo cuento aquí porque todos tenemos nuestro origen en algún sitio y el de mi familia materna –y en cierto modo el mío, claro—descansa en un “no hay cojones” de manual.

Hablando de amor y de abuelos, la semana pasada terminé de leer Feria. No sé muy bien por qué, pero me hizo pensar en expresiones y palabras que usaba mi abuela paterna, que desde hace algunos años convive con el yugo del olvido permanente. La lectura del libro, que recomiendo a cualquiera nacido en los estertores de la España de los 80, me recordó expresiones como lechuzo o lechucear, que la Colasa usaba para referirse a mí cuando entraba a ver qué se cocía por la cocina. Esa, o “Ay, qué leche de bollitos”, que en mi familia nunca supimos muy bien qué significaba, pero todavía seguimos usando muy de cuando en cuando. 

La idea del pasado me ha perseguido esta semana, como casi siempre. El martes volví a ver El crack para discutirla en clase con mis alumnos y me volvió a parecer que hay pocas películas españolas de esa época que hayan envejecido mejor. El jueves hablamos sobre ella y por un momento sentí que sólo por conseguir que mis alumnos –nacidos todos a partir del 2000— supieran quiénes son Alfredo Landa y José Luis Garci ya había merecido la pena ser profesor. Es posible que no aprendan nada este semestre, pero estoy completamente seguro de que van a recordar por mucho tiempo el “Bareta, dame el mechero o te quemo los huevos”. Y a mí me vale.

En la última entrada del diario hablaba de 52, una ballena que vivía incomunicada porque nadie podía oírla. Algo que olvidé mencionar y que la mayor parte de la gente no sabe es que soy prácticamente sordo del oído derecho. Tanto, que si duermo sobre el izquierdo es casi como si llevase tapones. La parte buena es que como nunca he oído muy bien, jamás he tenido un sentimiento de pérdida. La mala es que si suena la alarma por la mañana y me pilla con la oreja mala en la almohada, igual me despierto tarde. Hace un par de semanas me hicieron una prueba con un receptor para ver cómo oiría si me pusiera un implante óseo y la experiencia me resultó tan abrumadora que al salir de allí le dije a mi médico que prefería seguir oyendo en mono y que ya habrá tiempo para el estéreo. El caso es que desde que vi el documental no puedo dejar de empatizar con aquel cetáceo solitario, que al igual que yo, después de toda una vida escuchando los múltiples matices del silencio, un día descubrió que existía el ruido.


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