8 sept 2021

La felicidad.

Últimamente me ha dado por pensar en la felicidad. En aquello que la define. Como si fuera posible reducirla, extraer su esencia y embotellarla para cuando los días amanecen grises. Y no. No he conseguido descifrar el algoritmo de esa sensación, pero sí he recordado momentos en los que la experimenté con plena consciencia. Instantes en los que el cóctel de la vida consiguió combinar, de forma improvisada, la proporción perfecta de elementos. Una mezcla de latidos enfriados con hielo y servidos en copa de Martini que ocurrió casi sin quererlo y que me dejó allí, consciente de mi dicha, robándole sorbos a la noche –o al día— con el miedo infundado de no volver a ser tan feliz como en ese preciso momento nunca más. 

No han sido muchos, pero han sido. Casi siempre acompañado. Recuerdo alguno, por ejemplo, como aquella vez en Nueva York. Estaba comiendo en un café, afuera. Hacía sol y la banda, contrabajo incluido, trasladaba la escena a un París años 20. A ella, que sonreía sin parar, le brillaban los ojos y a mí, por un momento me pareció estar siendo el protagonista de una película de Woody Allen. Un pringado con barba y sin talento que al final, fíjate tú, se acaba quedando con la chica. Como Chalamet en aquel día de lluvia.

El otro que me viene a la memoria fue en Madrid. Un diciembre de hace muchos años, borracho y radiante en la mesa de la ventana del Only You de la calle Barquillo. Primero me llamó cobarde, como para provocarme. Después me acerqué a sus labios y me quedé a medio centímetro de ellos cuando ella ya había cerrado los ojos para besarme. Y fue justo en ese besus interruptus, en esa retirada momentánea del objeto de deseo, que pensé: ni besándola ahora mismo sería más feliz. 

Y era mentira, porque a los tres segundos la besé. Y lo fui. 

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