Algo tan simple como es un final,
en función de quien lo vive puede ser interpretado, efectivamente, como el
final de un algo, o como el principio de otro algo. La línea que separa una forma
de verlo de la otra, es la actitud de la persona a quien afecta, y es ésta
quien decide si en realidad se trata de un ocaso, o en realidad hablamos de un
nuevo amanecer. De cerrar una puerta, o de abrir una ventana.
El vaso, sin ir más lejos, puede
estar medio lleno o medio vacío en función de cómo haya ido el día de quien lo
observa, o de cuántas veces haya vaciado el vaso con anterioridad, claro. Es
del dominio público que no se ven igual las cosas con unas copas de más, que
con unas copas de menos. Lo que es válido a las seis de la mañana, muchas veces
no lo es a las doce de la noche. Y en este caso, no me atrevo a decir que
exista un viceversa.
Perderse por ejemplo, según cómo
se vea, y en función del contexto en que tenga lugar la pérdida, puede verse
como un menoscabo del sentido de orientación del guía y una pérdida (valga la
redundancia) de tiempo. Sin embargo, y dependiendo de con quién se pierda uno, también
podrá interpretarse como una oportunidad de arañarle al reloj unos segundos. De
robarle algo de tiempo a ese alguien que te acompaña en mitad de la
desorientación.
De este modo queda patente que la
importancia del punto de vista con el que se miren las cosas reside en que una
cosa puede parecer ella misma y su contraria a la vez en función del prisma
desde el que cual se vea. La perspectiva, que no es más que el color del
cristal de unas gafas imaginarias a través de las cuales observamos el mundo,
es capaz de hacer que un mismo objeto o situación, sea diferente en función de
quien lo mira. Ella, es la que posibilita que quepan infinitas interpretaciones de un
único algo, y la que hace
que por mucho que uno sea a veces un completo desastre, en función de quien lo observe, pueda no parecerlo tanto.
Sobre todo, algún que otro sábado por la noche.
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