Yo nunca había pasado tanto tiempo fuera de mi casa ni vivido un verano entero fuera de Madrid. No acostumbro a estar tan lejos tanto tiempo, y resignarme a no poner los pies en la Gran Vía me ha costado más de un disgusto en estos meses de incertidumbre. Sin embargo, con el paso de los días, he ido haciéndome a la idea de que esto es lo que hay. Nashville mayo, junio, y julio, Miguel. Ni descenso del Sella en Cangas, ni tortillas de camarones en Cádiz, ni fiestas patronales en San Lorenzo. Este año me ha tocado Music City, y al menos –algo es algo—me ha pillado con la guitarra en el salón, para disgusto de los atormentados oídos de mis vecinos.
Lo tengo asumido: este año no habrá paseos por la Cava Baja ni cervezas en el Pez Tortilla con Pablo. No habrá Madrid de noche, cruzando la calle Segovia por el viaducto de la calle Bailén, ni copas en la terraza de El Viajero, ni cañas en El Pavón, ni una chica que me sonría hasta las tantas y me lleve a su casa a ver sus cuadros esperando, quizás, un beso que ya nunca llegará (Aquel fue un fallo de principiante, Miguel—me sigo diciendo). No habrá arroz negro los domingos, ni tortilla de patatas en la terraza de casa un día entre semana cualquiera. No seré profeta en mi tierra ni guía en mi ciudad. Por primera vez en años, no haré fotos a mi lugar favorito de Madrid. Tampoco podré hacer el tonto un rato en las barcas del Retiro el día de mi cumpleaños, ni desaparecer por unos días y esconderme entre la arena de una playa donde fui feliz.
Al cambio, este verano estoy conociendo más de cerca las luciérnagas, que jamás había visto. Y descubriendo que, a pesar de que en inglés las llaman fireflies, en el sur les dicen light bugs. Cada noche, mientras camino o monto en bicicleta con la esperanza de que los días se hagan más cortos, me las encuentro por todas partes, como bombillas centelleantes que sugieren ideas efímeras para una tesis que no termina de arrancar. Aún hoy, después de semanas viéndolas encenderse y apagarse en un segundo, me sigue pareciendo fascinante que a cada paso que doy me encuentre con un faro distinto que perpetúe esta continua sensación de deriva en el mar de las perennes dudas.
Hace tiempo que Nashville se ha convertido en una versión insulsa y aburrida de sí misma; lógico, por otra parte. Es un poco como ese Madrid que pintaba Jonás Trueba en La virgen de agosto, donde nadie pasa y nada se espera, pero con la particularidad de que aún estamos en junio y nada de lo que ocurre a mi alrededor hace presagiar la pronta llegada de septiembre y el final de esta abulia veraniega.
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