Hace unos meses ya (al principio de empezar
a escribir esto decía anoche, después hace unos días), estaba sentado en mi
butaca del Ryman Auditorium esperando a que Ray LaMontagne saliera al escenario
para dar un recital cuando me sucedió algo curioso. A mi lado había sentada una
pareja, más o menos de mi edad—él de Kansas City, ella de Suecia, en
un claro homenaje improvisado a José Luis López Vázquez—que me pidió que
les sacara una foto. Lo normal, vamos, si no fuera porque en lugar de darme un
teléfono último modelo con megapíxeles por doquier y una pantalla cuyo tamaño
podía medirse en campos de fútbol, me dieron un artilugio de esos de los de
antaño: una cámara desechable de aquellas de cartón de usar y tirar de toda la
vida.
“This is very old school, man, I love it” le dije mientras
se la devolvía. “You know? It’s more fun when you develop it and get to see the
pictures” —me respondió. Y entre que empezaba el concierto y no, me
dio por pensar que quizás con esto de la instantaneidad, la tecnología, y la
obsesión por sacar la foto perfecta y retocarla con cuarenta y siete filtros—si hacen falta
tantos filtros igual no es tan perfecta, me dije—igual habíamos perdido no sólo
la naturalidad, sino también la cabeza.
Y me pregunté si con esto de la inmediatez
no habremos eliminado de nuestro repertorio de sensaciones ese algo
indescriptible que tenía llevar el carrete a revelar y descubrir una mueca
inoportuna en una foto irrepetible, ese mirar el satinado y descubrirnos como
realmente somos y no tanto como nos gustaría vernos.
Es posible que hayamos ganado en nitidez y
en colorido, sí, pero a cambio hemos sacrificado espontaneidad. Aquellas cámaras
antediluvianas, cuyas fotos parecían momentos atrapados al vuelo, eran bastante
más honestas con nosotros que la mejor de las lentes de cualquier Smartphone hoy
en día. Si el encuadre estaba mal, si salía movida, si salíamos con los ojos
cerrados, en realidad aquellos no eran sino exactos reflejos de lo que verdaderamente
somos. Ahora ya nadie conserva esas sinceras instantáneas. Al contrario, cada
foto que no alcanza los estándares mínimos perseguidos es inmediatamente desechada.
Vanos intentos de engañar al espejo desterrando nuestras propias
imperfecciones. Como si lo que no se ve no estuviera.
Aquellas cámaras, al contrario que las de
los móviles, al ser limitadas nos obligaban a ser mucho más selectivos con
aquellos momentos que son dignos de recordar y cuáles no. Y a mí, que soy un
ser profundamente melancólico, por un instante, mientras atinaba a mirar por el
ínfimo visor, me pareció estar viendo a los últimos románticos.
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ResponderEliminarJoder, lo borré por timidez, pero mereces saber que la nostalgia y la honestidad en tu texto conmueven. Y que la gramola en mi cabeza se fue en bucle con Shelter. Gracias por la belleza.
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