Una cosa que me pasa mucho últimamente es que me embriaga la nostalgia. Leo a Cuartango, cuyo Elogio de la quietud transcurre transitando por sus recuerdos, y se me hace un nudo en la garganta al pensar en la inaprehensibilidad de ese tiempo que se ha ido. Veo películas de Garci, la trilogía de El Crack, y me embarga una pena difícil de explicar, un sentimiento de pérdida de una época que en realidad yo nunca llegué a vivir. Consulto periódicos del XIX para escribir mi tesis, y me siento más identificado con aquellas formas exquisitas de entonces que con las de la muchedumbre arrabalera de hoy.
Hace algunos meses, auspiciado quizás por la lejanía, me asaltó una tarde, mientras caminaba, la idea de que hay una Ítaca a la que ya no podría regresar. Uno tiende a recordar el pasado como un momento feliz, a pesar de que no siempre lo fuera. A menudo el tiempo ejerce de juez, edulcorando la memoria y haciendo más digeribles ciertos pasajes que se han quedado atragantados a medio camino entre las orillas del Leteo del recuerdo, como pensamientos errantes. Quedan los fragmentos, los momentos abstractos, desprovistos de la carga emotiva del ahora. El paso del tiempo no sólo dulcifica, sino que engaña, pues le convierte a uno en espectador lejano de su propia vida.
Cuando pienso en volver a España me doy cuenta de que en el fondo me refiero a un imposible. Salí de allí hace ya más de seis años. Del país que yo conocí quedan apenas las calles, si acaso algunas personas, pero casi nada de lo que algún día fue mi casa. Cuando veo las películas de El Crack, especialmente la uno y la dos, observo una Gran Vía que ya no existe. Un Madrid anterior a mí, unos cines, y unos grandes almacenes que ya no forman parte del imaginario de la ciudad. Veo esa Ítaca imposible que cada día más me resulta España, un lugar familiar, pero que nada tiene que ver con aquel que yo conocí. Y entonces me doy cuenta de que ya no es sólo que me angustie el paso del tiempo, sino que su transcurso me está convirtiendo en un apátrida.
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