29 jun 2020

Diario de un verano en Nashville - IV.

El otro día, revisando el baúl digital de los recuerdos, me encontré con una foto de equipo en la que salíamos unos cuantos bandarras ataviados con la mal llamada elástica del club al que entonces pertenecíamos. Me fijé bien y me di cuenta de que ninguno de nosotros había seguido jugando al fútbol hasta hoy. Es más, si alguien hubiera querido repetir esa instantánea, lo más probable es que hubiera tenido que hacerlo un sábado a las cinco de la mañana en la que hasta hace algún tiempo había sido la discoteca del pueblo, pues pasamos de ser benjamines directamente a borrachos.

 

No recuerdo cuántos, pero yo jugué al fútbol muchos años. O mejor dicho, estuve en el campo mientras se jugaban infinidad de partidos. Fui un falso nueve antes de que el falso nueve existiera. Si en algo estaban de acuerdo todos mis entrenadores era en ponerme de delantero porque era el sitio donde menos estorbaba. El extraordinario caso del delantero sin gol, podría titularse el libro. Sospecho, aunque no lo sé, que tener el mismo fenotipo que el Piraña de Verano azul no ayudaba a ganarme su confianza demasiado. Como tampoco lo hacía el hecho de que en los entrenamientos corriera menos que un Minardi. Mi padre siempre decía que yo veía los partidos desde dentro, y no le faltaba razón. También es cierto que todo lo que me faltaba de fútbol me sobraba de compromiso: daba igual que fuera o no convocado, el sábado por la mañana estaba allí donde estuviera mi equipo.

 

A mis casi 32, soy un miembro tardío de esa generación que acabó sus últimos días colegiales jugando en campos de tierra. Tengo casi más cicatrices en las rodillas que en el corazón. Sé lo que duele el golpe de un Mikasa en la pantorrilla nada más empezado un partido, jugando a bajo cero, y creo que es de esas cosas que le forja a uno el carácter. Cuenta la leyenda que Farinelli se dedicó a la música tras recibir un pelotazo en la entrepierna con uno de ellos.

 

Yo tuve la suerte de vivir la transición. No la del 78, sino la de aquellos sembraos interminables que se fueron convirtiendo en campos de césped artificial. Los balones de reglamento de Nike sustituyeron a aquellas rocas por las que imploraba ET en la película, y aunque también estaban duros como un demonio y te ponían la pierna colorada cuando te daban, por suerte no te arrancaban la piel.

 

Cambiaron los campos y los balones, pero yo seguí siendo aquel delantero sin gol, que lo mismo te metía cuatro en un partido meándose a tres tíos, que te fallaba uno cantado a puerta vacía.

 

He jugado lloviendo, nevando, de resaca, sin dormir, y lo peor de todo: granizando. Esas piedras minúsculas de hielo, que me iban pegando en las orejas mientras corría por el campo como un pollo sin cabeza en Becerril no se me olvidarán jamás.

 

De mis años de bulto sospechoso guardo grandes recuerdos. Nunca me expulsaron, pues a diferencia de esos que suplen su falta de talento con dosis de violencia, yo siempre fui muy consciente de mis propias limitaciones. Creo que fue en cadetes, jugando fútbol once en Torrelodones, donde uno de los defensas centrales del otro equipo comentó con su homónimo que me podían dejar ahí, porque estaba en fuera de juego, a pesar de que yo estaba en mi campo. Ni que decir tiene que mi integridad futbolística no me permitió callarme, y tuve que explicarle a aquel gorderelas cuyo entrenador no había identificado como falso nueve, que si yo estaba en mi campo no podía incurrir en tamaña infracción.

 

Ya algo más mayor, jugando al fútbol sala en juveniles, recuerdo vivamente encenderme un pitillo en los descansos, al estilo de aquel Camel sin filtro que fumaba Johan Cruyff. Aquello, afortunadamente, no duró demasiado, pues terminé por dejar de jugar. Lógico. Fue con aquel equipo que hice una de las porras más sonadas que se me recuerdan en un terreno de juego, hasta el punto de que más de 10 años después, si me encuentro con mi entonces entrenador –que de entrenador no tenía nada, por cierto—me la recuerda como uno de los regates más increíbles habidos y por haber.

 

A los 26, con una oferta para venirme a vivir a Estados Unidos por dos años, colgué las botas sin saberlo. Nunca fui consciente de que aquel partido con el Alfombras los Fernández, del que ya ni sé cómo quedamos o contra quién jugamos, fuese a ser él último.

 

Estos días, mientras me desuello la pierna gracias a mi falta de pericia ciclista, me acuerdo mucho de aquellas pachangas veraniegas en las que casi siempre se nos hacía de noche y siempre había cervezas después. E inevitablemente, estando las cosas como están, pienso en lo mucho que habría dado yo este verano por arrastrarme por un campo con amigos y volver a fallar una vez más un gol a puerta vacía.

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