Yo nunca he sido mitómano, creo.
O al menos no de esos que se echan a llorar y les tiemblan las rodillas si se encuentran
a Mick Jagger por la calle. Si me cruzo con alguien al que admiro es más
posible que deje de respirar por no molestar que que me acerque a saludar. No
tanto por vergüenza como por respeto. Siempre he pensado que si yo fuera famoso—no
llegará el día—me gustaría poder caminar
por la calle sin que algún groopie desaprensivo me asaltara de forma inoportuna
y me pidiera una foto; o un beso en los morros, que con este atractivo que dan
las canas uno nunca sabe.
Sin embargo, como casi todo lo
demás en mi vida, esta mesura que proclamo no siempre ha sido así. Recuerdo un
domingo, allá por abril o mayo de 2013, que caminando una mañana por la calle
General Díaz Porlier me di de bruces con un tipo grande y barbudo que sacaba
dinero del banco. Llevaba un carrito y dos niños, creo. Y yo, que por aquel
entonces leía el periódico a diario, no había columna que engullese con más divertimento.
Vamos, que había días que pasaba por el quiosco sólo por leerle a él.
Yo iba andando por la acera y el
encuentro era cada vez más inevitable. Por un momento dudé si pararme o no. Si
decirle algo o no. Si saludarle y decirle lo mucho que me gustaba lo que escribía
o quedarme callado. Al final opté por una opción mucho más acorde a mi estilo:
hacer el ridículo. Ni un buenos días, le dije. Ni un hola. Nada. Lo único
que me salió, directamente, fue un “Disculpe, ¿me podría hacer una foto con
usted?”, a lo que entre amable y sorprendido me respondió que por supuesto. De
todos los escenarios posibles en los que un tío te pide algo mientras sacas
pasta del banco, este no es ni de lejos el peor —debió
pensar.
Para hacer la situación algo más
incómoda y surrealista, si es que aquello era posible, yo no estaba solo. Me
acompañaban mi amigo Macario y mi hermano, quienes observaban la escena imbuidos
por una mezcla de asombro y alipori. Así es que mientras posaba junto a aquel—para ellos—extraño
le comenté que ninguno de los dos tenía ni idea de quién era, a lo que él, sin
inmutarse lo más mínimo miró a mis acompañantes y les espetó un lapidario: “Soy
Lady Gaga”, poniendo fin a mi tremebunda boutade.
Este tipo, al que muy probablemente
nunca le llegarán estas líneas—y si le
llegan se acordará de aquella vez en que pensó que le iban a atracar a plena
luz del día—, era ni más ni menos que
David Gistau.
Dice Ricardo Colmenero en Literatura
infiel que a escribir se aprende por envidia, con lo cual lo más seguro es
que yo nunca aprenda a hacerlo porque lo mío se acerca más a la admiración. Pero
hoy, desde este rincón de la nada, me apetecía recordar aquella mañana que hice
el ridículo en frente de un cajero del Banco Popular, y decirle a Lady Gaga que
vuelva pronto. Que la próxima vez que le asalte en medio de la calle prometo al
menos darle los buenos días.
Fuerza, Gistau.
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