23 jun 2020

Diario de un verano en Nashville - III.

Una cosa que me ocurre estos días es que me acuerdo mucho de algo que una vez me dijo Jose en su despacho. Todo vino a raíz de la obsesión que mi generación y las posteriores teníamos con los teléfonos móviles, y la imperante necesidad de estar constantemente conectados, que era algo que le sacaba de quicio. Estaba allí, entre clases, sentado en su silla como de costumbre, probablemente masticando Altoids de menta o comiendo una de aquellas bolsas de ositos de gominola que aparecían por arte de magia en sus cajones cuando, en uno de esos arranques de sabiduría improvisada que tenía, me habló de la importancia de la soledad, y de cómo el ser capaz de afrontarla y enfrentarla, genera anticuerpos contra la depresión. 

 

Durante muchos años he pensado en esa frase. Sin embargo, no ha sido hasta ahora que ha cobrado sentido para mí. A pesar de que nunca la apunté, ha permanecido latente en mi memoria, como esperando el momento correcto para aflorar. Estos días en Nashville, mitad solitarios, mitad desconectados, he comprendido al fin el verdadero alcance de esas palabras. El estar aquí solo, sin posibilidad de regresar a casa, ha acentuado sentimientos que hasta ahora creí no conocer en primera persona. Verme aislado, en cierto sentido, del mundo en el que hubiera querido estar, me ha obligado a experimentar por momentos, y de manera casi auto-inducida, esa sensación de vacío tan temida por el ser humano a la que mi otrora mentor se refería.

 

A lo largo de los últimos tres meses he pasado por multitud de estados de ánimo que van desde la tristeza hasta la pura resignación. He comprobado, además, cómo mi vida habitual no dista tanto de aquella confinada, con la excepción de algunas pequeñas cosas. Si el ser humano es un ente social, es muy probable que yo me encuentre a la cola de dicha sociabilidad, pues aprecio hasta el extremo el valor del silencio buscado. El reto más grande para mí, que tengo una tendencia natural a la bilis negra, no ha sido sobrevivir a una pandemia a miles de kilómetros de mi casa, sino ser capaz de autoconvencerme de que debía huir despavorido de mi extraño y largo viaje hacia la misantropía.

 

Curiosamente, cuanto más solo me he sentido en estos días, más inevitable ha sido encerrarme en mí mismo, y más me he perdido en mi propio laberinto mental, con los efectos colaterales que ello conlleva. Supongo que desaparecer del mundo es más fácil cuando dejas de ser parte de él por unos días. Dejar el teléfono de lado, olvidarme de que existen las redes sociales, y abrazar otras costumbres olvidadas ha sido una forma de hacer acopio de aquellos anticuerpos contra la depresión. Y yo, que no estaba vacunado contra la soledad, he tenido que zambullirme de lleno en ella para poder superar el virus que con más fuerza me ataca: la inevitable melancolía. 

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