Hay un banco frente al portal de mi casa, en la otra acera.
Es de madera y está un tanto desgastado por los años, corroído por las
inclemencias del paso del tiempo. Lleva ahí desde bastante antes de que yo
llegara aquí y sospecho que seguirá en su sitio cuando yo me vaya; desventajas
(o ventajas) de ser inerte, qué sé yo. No tiene nada, a excepción de una
estructura de forja y unos tablones que lo cruzan. Está ajado, casi con arrugas
en la frente, pero cumple su función. Soporta y acompaña silenciosamente a
quienes aguardan la venida de algún alguien o algún algo.
A veces, por las tardes, cuando el sol está dudando si caer
o levantarse, ella, vestida de punta en blanco con su pelo cardado de laca y
sus pendientes dorados, se sienta a esperar. Como el banco, ella ya sólo espera:
a que llegue la hora de jugar la partida con sus amigas, a que suene el único
teléfono fijo cuyo número yo recuerdo, a que la perra se canse de andar y
quiera subir a casa, o a que la vida pase y le devuelva inerme a la tierra.
Dice que está bien, porque lo dice siempre, pero se siente incompleta, como una
mesa de tres patas, acaso ausente sin la otra mitad que le falta. Aunque se sabe
afortunada y casi nunca está sola, desde hace ya algún tiempo ha entregado su
destino a la suerte de un calendario cuyas hojas pasan cada vez más despacio.
Ella, al igual que el banco, es testigo accidental de la
vida del resto y a pesar de los años, aún no está vacunada contra la inevitable
desilusión. Ella sigue hacia adelante, porque no puede parar. Como el banco,
que intuye con resignación que, por mucho que quiera, ya nada va a cambiar.
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