Volver a casa significa tener que ponerle la sordina al
corazón, desterrar los fantasmas que aguardan en la almohada y vencer las
barreras que imponen los horarios. Regresar a esta cárcel de piedra es pisar de
nuevo los bares de siempre, perderse por Madrid con la esperanza de encontrar
una llave y hallar en su lugar otro cerrojo. Cruzar el charco es viajar en el
tiempo a un día de verano, tratar de nuevo de entender los sinsentidos del
destino y acabar rindiéndose a la resignación; aceptar con dignidad las reglas
del juego. Salir de mis cuatro paredes americanas implica, a buen seguro,
demoler los muros de una civilización mental ya derribada, reconstruir la casa
empezando por el tejado. Remendar con parches el pecado de estar vivos. Avivar
tímidamente las ausencias y los miedos. Mirarte en el espejo de las dudas.
Vencer de manera incontestable la feroz batalla del olvido.
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