Hay sábados por la mañana que los
carga el diablo, te despiertas de repente sumido en una vorágine de nocturnidad
fatal, preguntándote por qué el último gintónic no fue una botella de agua, un
ibuprofeno y un beso en la frente de buenas noches. A tientas, tratas de
sobrevivir entre la neblina del naufragio, te reencuentras otra vez con El puente de Talese, que se te ha
quedado a medio regalar en la mesilla, y acabas alcanzando el lado derecho de
la cama—el más lejano a la ventana—como el que va de expedición al Annapurna. Entonces,
cuando estás a punto de poner un pie en el suelo, fruto del desvarío, te
planteas si lo que hay debajo no será el mar Caribe y tú serás un viejo llamado
Santiago que debe plantar cara a un tiburón. Así es que, te armas de coraje y
en un alarde de valentía, decides salir de la Isla en la que te encuentras en
busca de un oasis que te devuelva a la vida antes del domingo por la noche.
Y con suerte (que se busca), lo encuentras.
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