Desde hace ya algunos años, cada
mes de mayo, cuando regreso de mi exilio estadounidense, se sucede en mi casa
el mismo ritual: acompaño a mi madre al vivero para que se surta de petunias—y
otras flores—y decore la terraza de mi casa como si de un patio cordobés se
tratara. La ceremonia es sencilla: ella elige las plantas, yo las cargo en el
coche, ella las trasplanta y, más tarde, cuando se va de vacaciones en agosto,
a mí se me olvida regalarlas y mueren. Ese es el ciclo de vida de una flor en
mi casa: es sembrada, nace, crece, es comprada por mi madre y finalmente, fruto
de la dejadez más absoluta, inducida al más brutal suicidio por mí.
Pues bien, esta sucesión de acontecimientos, que se viene
repitiendo desde tiempos casi inmemoriales, sigue teniendo lugar aun siendo
conscientes de que ineluctablemente sucederá; un poco como enamorarse, que a
veces es inevitable. El fracaso, sin embargo, no es que las plantas acaben en
la basura, sino que tras tantos años y tantas vidas condenadas a la sequía, ni
mi madre se haya dado cuenta aún de que comprar plantas es condenarlas a un “ingrato
futuro”, que diría Sabina; ni yo me haya decidido a poner fin, regadera
mediante, a un fenómeno que se da de forma sistemática cada verano: el suicidio
de las flores. Un desastre que podría resolverse de la forma más simple
posible: resignándonos ambos. La una a no perpetrar el sueño imposible del
jardín de la alegría, y el otro, a asumir que si quiere tener plantas, es necesario dedicar cinco minutos cada día no ya a revivirlas, sino a no
dejar que mueran.
Como la gran mayoría de cosas importantes en la vida, vamos.
Como la gran mayoría de cosas importantes en la vida, vamos.
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