Al principio de Pequeñeces,
de Luis Coloma, Paquito Luján, un niño del colegio Nuestra Señora del Recuerdo,
llora desconsolado el día de fin de curso porque, tras haber obtenido cinco
premios y dos excelencias, y haber declamado unos fantásticos versos en el acto
de clausura, nadie le espera. Paquito, que ha dado todo de sí para conseguir su
objetivo, no entiende que sus padres sean incapaces de ir siquiera a recogerle
a la escuela y le manden un birlocho y un cochero que le acerque a casa. Luján, Paquito,
no comprende cómo después de haber hecho todo lo que estaba en su mano para
triunfar, no obtenga la única recompensa que quería.
No recuerdo mucho del resto del libro, excepto algunos dimes
y diretes, algunos chismes y pequeñeces que marcan la vida de la alta sociedad
madrileña del XIX. Pero sí me acuerdo de Paquito y de lo pronto que tiene que
aprender una de las lecciones más desagradables de la vida: que a veces, por
mucho que uno haga, por mucho que se esfuerce y ponga de su parte para
conseguir algo, las cosas salen mal.
De vez en cuando es así. Uno puede pasarse tres años y medio
peleando por algo, tratando de hacer progresar—aunque sea despacio—una semilla
sembrada en el desierto y que a última hora, cuando tiene la planta a punto de
florecer, venga alguien y la pise. La vida es así, uno puede ir y venir tantas
veces como le es humanamente posible, de un lado y de otro, chuparse más de
cuatrocientos kilómetros a pie para tener algo más de solvencia en la nueva
etapa que le espera y a última hora irse todo al carajo sin siquiera tratar de
dar batalla; de luchar por un proyecto común.
Paquito Luján no lo sabía, pero a veces estas cosas pasan. Y
a veces la trascendencia de estas cosas es mayor de lo que puede aparentar, porque
no suponen el fin de una relación o de una idea, sino que suponen un destierro
vital, un confinamiento al exilio definitivo. Un miedo eterno a volver a
sembrar una semilla y tratar de regarla con un océano de por medio. Ver morir
esa flor es, aunque Paquito no lo intuyera entonces apenas, ver cómo mis
esperanzas de algún día regresar a España y establecerme aquí se mueren.
El niño de Pequeñeces,
que tanto impacto me causó, no sabe que el problema a veces no es que algo
salga mal, sino la reacción que ese final desencadena. Que la semilla del
desierto no vaya finalmente a florecer no supone que no vaya a haber una flor,
significa que si la hay, ya muy probablemente no podrá estar a mi lado favorito
del Atlántico. Con lo que eso duele.
Una huida. Otra más.
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