Hace un par de noches me volví a sentar en una de esas butacas
rojas desde las cuales se puede ver a un señor batuta en mano dirigiendo una pléyade de músicos. Llegué allí, tomé asiento y esperé a que el concertino afinase la
orquesta. Tras ello, salió el director y dio una explicación acerca de la
primera sinfonía de John Corigliano: el porqué de la pieza, el significado de
sus movimientos y la extravagancia de sus tiempos. Después se puso en su sitio,
se cuadró como de costumbre y aquello empezó a sonar. De repente, todo lo que
había dicho con anterioridad cobraba sentido: el recuerdo lejano de un piano en
el primer movimiento, la presencia de la tarantela y la descripción de la locura
humana en el segundo y la paz del tránsito a la muerte, representada por las
olas en el cuarto. Aquello era magia, y yo no entendía cómo había podido pasar
toda mi vida sin escuchar algo tan sencillamente estremecedor, que me hiciera
sentir tan feliz y tan insignificante al mismo tiempo.
Y entonces pensé en lo muy infravalorada que está a veces la
belleza, en la importancia de llenar de cuando en cuando el alma con algo que
nos conmueva y nos deje el espíritu temblando. Caí en lo difícil que es
expresar un sentimiento de una forma tan sumamente compleja y lo complicado que
es transmitirlo y que se entienda. Pensé en la intimidad que se desvela en cada
nota, en los matices que se pierden por no tener a mano la partitura original.
En lo disparatado que es tratar de escuchar el mundo mientras haces oídos
sordos.
Y de pronto recordé, claro, porque en el fondo uno está enfermo
de nostalgia, todas aquellas veces que me he sentado en esas butacas esperando
a que, de una vez por todas, se apagaran las luces del auditorio y el solo
afinar de la orquesta—al igual que hace dos noches—me reconciliase de nuevo con
la vida.
Hacía tiempo que no entraba a leerte y hoy me puse al día. Gracias por las palabras tan bonitas y siempre coherentes que escribes. No lo dejes nunca.
ResponderEliminarUn saludo Miguel!