Algo que siempre me ha llamado la atención del existencialismo es que es una cosa muy seria. Da igual que la vida a veces sea una comedia o un drama. Existir es, en sí, una actividad que conlleva sobriedad, y hasta parece que queda mal tomarse a la ligera esto de ser. Ya sabéis, no vale con respirar y latir, hay que tener preocupaciones vitales y responder a preguntas profundas a diario. No vaya a ser que entre carcajada y carcajada venga alguien y ponga en duda las propias limitaciones de la condición humana. O peor aún, lo fugaz e irrelevante de nuestra existencia. El mínimo exigible para cualquier persona de bien es estar preocupado porque el universo se expande, como el niño aquel de Annie Hall.
Cabría pensar entonces que existe algo un tanto contradictorio —oximorónico que dirían ahora los cursis— en contemplar la posibilidad de un existencialismo cómico. Sin embargo, si algo no tuvo en cuenta la contradicción al inventarse a sí misma, fue que un día habría un tipo bajito y fumador que daría al traste con ella. El señor en cuestión se llamaba Enrique Jardiel Poncela. Y el texto que echó por tierra la seriedad del existencialismo fue Cuatro corazones con freno y marcha atrás, una obra de teatro en la que cinco de sus personajes deciden tomar unas sales que les garantizan la inmortalidad, resolviendo así el mayor problema que tienen: para poder vivir la vida que quieren, en el mejor de los casos, necesitan que pase muchísimo tiempo.
Jardiel Poncela, injustamente denostado a lo largo de los años, utiliza el argumento de la obra para cuestionar de una forma cómica los peligros de la inmortalidad. Así, desgrana uno tras otro los sinsabores que van unidos a vivir en medio de la eternidad: desde asistir a más de tres mil doscientos entierros, hasta verse perdidos entre una generación que no pueden comprender. “Se ama la vida porque se sabe que va a concluir”, apunta uno de sus personajes, hastiado por una existencia sine die que ha perdido todo el sentido. Son corazones con freno, dice, a fuerza de saber que latirán siempre, tienen la impresión de que no laten ya.
El texto tiene miga, claro. En un plano superficial es innegable el divertimento que cada una de las situaciones diseñadas para el gag teatral posee. Sin embargo, la obra alberga una lectura subyacente en la que, efectivamente, se habla sobre algo más profundo. En ésta se cuestiona el materialismo y se pone en tela de juicio una viciada escala de valores. Se muestra la importancia de priorizar aquello que de verdad es importante y se habla, a través de la constante broma, de una cosa mucho más seria: la necesaria finitud del periplo vital.
El éxito de Cuatro corazones con freno y marcha atrás no está simplemente en ser capaz de tornar un drama en una comedia, sino en escoger un tema tan universal. Las preocupaciones que muestran sus personajes, a pesar del paso innegable del tiempo —se estrenó en 1936—, escapan por completo al momento de su escritura. Es la atemporalidad de la reflexión lo que hace grande al texto. Eso, y que demuestra que la muerte es, en realidad, lo que da sentido a la vida. Su lectura te pone frente al espejo y te pregunta: ¿a qué quieres dedicar tu tiempo: a tratar de resolver el misterio de la existencia, o a disfrutar del movimiento de las olas sin preocuparte de desentrañar el mecanismo que las mueve?
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