El Quijote hay que leerlo, te pongas como te pongas y te cueste lo que te cueste, porque es un tratado vital. Cervantes, que además de manco debía de ser un cachondo, se marcó una especie de Austin Powers a lo siglodeoro en el que a través de la parodia de un género —el de caballerías— te cuenta todo lo que tienes que saber de la vida. Aquel Pierre Menard de Borges, casi sin que te des cuenta, te va desvelando poco a poco el misterio de estar vivo y la necesidad de celebrarlo a cada instante. Alonso Quijano, a quien “del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro” es un antihéroe, pero un antihéroe valiente. A su muy predicada locura se une la de Sancho, que no por ser cuerdo está menos loco que su amo; al fin y al cabo le sigue, a pesar de saber de sobra que los gigantes son, en realidad, molinos de viento.
En el Quijote está todo. Y yo no me cansaré nunca de repetirlo. Las dos partes —tres si contamos el apócrifo de Avellaneda— son, en el fondo, un manual de conducta y no sólo unas meras normas de supervivencia. Un cómo existir y no tanto un cómo pasar por el mundo. Don Quijote, que no Alonso Quijano, nos demuestra que la vida hay que vivirla sin miedo. El tipo lucha batallas y sale muchas veces trasquilado. Otras, como la del Caballero de los Espejos, las gana de casualidad. Pero le da igual, porque vivir es eso. Es poner todo lo que uno tiene sobre la mesa y esperar que la moneda caiga de cara. ¿Qué a veces hay que desafiar a unos leones adormilados? Pues sí ¿Qué hay que dejarse caer por la cueva de Montesinos y soñar? Claro. ¿Imaginar que uno vuela sobre Clavileño? También. Que no todo va a ser surcar los campos tratando de “desfacer agravios y enderezar entuertos”.
En los años 40, en su Guía del lector del Quijote, Salvador de Madariaga —don Salvador para Garci— desarrolló una teoría en la que hablaba de cómo hacia la mitad del libro se produce un fenómeno de quijotización de Sancho y sanchificación de don Quijote. Según él, los personajes experimentan una suerte de transmutación identitaria y conforme uno va abrazando paulatinamente la locura, el otro se va asesando. Así hasta el final, cuando el Caballero de los Leones, ya en su lecho de muerte, recobra la cordura.
Consciente de la necesidad de cerrar la saga para evitar curiosos impertinentes que escribieran un cuarto apócrifo, Cervantes decidió acabar con Alonso Quijano (que no con don Quijote). Lo hizo, además, reservando una de las mayores enseñanzas del libro para el final y poniéndola en boca del personaje más sabio de todos: Sancho. Ocurre en el capítulo 74, con el moribundo hidalgo postrado en su cama, cuando su escudero le dice: “No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía.”
Y qué razón tiene. Sancho, no Madariaga.
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