6 feb 2022

Pesimistas, optimistas y expectantes.

Algo que se suele descubrir a medida que se crece es que hacerse mayor conlleva expandir la capacidad de aceptar. Aceptar que muchas de las cosas a las que algún día aspiraste probablemente no se van a cumplir. Aquel niño rubio que soñaba con ser futbolista, pasados los quince se da cuenta de que, por mucho que le guste dar patadas a un balón, siempre hay alguien muchísimo mejor que él. Y lo que es peor aún, con una mayor capacidad de sacrificio. Así que, si es inteligente, acaba por comprender que querer algo no es argumento suficiente para que esto suceda y que entrar en la adultez es, en gran parte, aprender a rebajar expectativas. Que desear ese algo con ganas es sólo el primer paso para acabar perdiéndolo, pensaría un pesimista. 

Al principio de Match Point, en ese interminable intercambio de golpes en el que una pelota de tenis sobrevuela la red, la voz del protagonista impacta un drive de derechas al decir que “Aquel que dijo que más vale tener suerte que talento conocía la esencia de la vida. La gente tiene miedo a reconocer que gran parte de la vida depende de la suerte. Asusta pensar cuántas cosas escapan a nuestro control”. Y es cierto. Conforme se suceden los años, se va adquiriendo más y más consciencia de que una gran mayoría de las cosas que nos pasan no están, por desgracia, sujetas al arbitrio de nuestra voluntad. La fortuna siempre juega un papel relevante a la hora de hacer girar las manecillas del destino. Por mucho que la suerte sea algo que se busca, existe una variable de indeterminación que escapa a nuestro dominio. Crecer, por tanto, es tomar consciencia de la existencia de ese algo incontrolable. 

Es, precisamente, en esta asunción serena de los diferentes avatares que suceden donde se encuentra una de las claves de la vida. De este modo, dependiendo de dónde encaje cada uno, le será más o menos fácil de asumir que para que aquel niño rubio fuese futbolista, además de ser buenísimo, le habría hecho falta estar en el sitio adecuado en el momento correcto. Así, en función del momento en el que se interiorice el imposible, será uno clasificado como pesimista u optimista. Los primeros serán cautos, pues viven con el miedo a que no exista un mañana, y atesorarán la idea del fracaso de antemano. Mientras que los segundos —tan temerarios a veces— jamás contemplarán la posibilidad de que no exista el futuro y se estrellarán, quizás, de frente con la realidad. 

Existe, no obstante, un tercer grupo: los expectantes. Rainer María Rilke los definió en sus Cartas a un joven poeta cuando en una de ellas le dijo a su querido señor Kappus: “deje que la vida vaya sucediendo y traiga lo que tenga que traer. Créame, la vida siempre, siempre tiene razón”. 

Tú eliges: pesimista, optimista o expectante.


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